La autopropiedad y la ética de la argumentación

Hoppe se las ha arreglado para establecer la defensa de los derechos anarcocapitalistas lockeanos de una forma radical sin precedentes, que hace que en comparación mi propia postura de ley y derechos naturales parezca casi cobarde.[1]

—Murray N. Rothbard.

En el siguiente texto se elaborará una explicación sobre la autopropiedad y la ética de la argumentación del profesor Hans-Hermann Hoppe, abarcando el origen, la forma y la conclusión del argumento, demostrando la imposibilidad racional de negar este como axioma verdadero y, posteriormente, se responderán las críticas de David Friedman y las de Murphy y Callahan.

La ética de la argumentación

Introducción

La ética de la argumentación es un argumento apriorístico elaborado principalmente por Hans-Hermann Hoppe[2] que demuestra, mediante la combinación de la praxeología misesiana, la ética rothbardiana y la ética discursiva habermasiana, el derecho de propiedad (comenzando por la autopropiedad) como derecho único y verdadero y, por tanto, el libertarismo como único sistema de derechos racionalmente defendible.[3] Este argumento se convierte así en el punto central del credo libertario, demostrando este sistema (aunque más bien es, en palabras del mismo Hoppe, un orden natural)[4] como la única alternativa defendible de manera coherente, descartando cualquier propuesta, como todas las estatistas, que no se adecúe a los marcos fijados por el argumento, bajo pena de contradicción.

La praxeología y sus orígenes kantianos: Ludwig Von Mises e Immanuel Kant

La praxeología es una disciplina de deducción verbal que estudia la acción humana, ello significa que tiene como intención ser una ciencia objetiva verbal. En otras palabras, se basa en el estudio a priori del axioma de la acción, partiendo del hecho de que los individuos actúan. Y de la estructura lógica o las implicaciones formales de la descripción del concepto de acción. A la praxeología le interesa el estudio formal de los medios, no de los fines u objetivos en sí. Al exponer lo que la praxeología nos ofrece, es preciso dar a conocer la importante relevancia e influencia de Immanuel Kant. Ludwig von Mises, como buen kantiano, basó los principales fundamentos epistemológicos de la praxeología tomando de Kant sus «distinciones conceptuales y terminológicas centrales, así como algunas ideas kantianas fundamentales sobre la naturaleza del conocimiento humano».[5] De esta manera vemos lo importante que es revisar y tener siempre presente los postulados que nos ofrece Kant para desarrollar la concepción y fundamentos de la praxeología.

Un hecho que impactó en el pensamiento de Kant, fue la lectura de la obra de Isaac Newton, sus Philosophiae naturalis principia mathematica. Dicho tratado proponía una teoría universal, la física gravitacional newtoniana aplicaba para todos los cuerpos celestes conocidos hasta entonces. Era universal, absoluta y pura. Esto conllevaría al concebimiento de la Crítica de la razón pura, Kant expone el haber llegado a una conclusión. Afirmando así la posibilidad de establecer proposiciones sintéticas a priori que son ciertas, siendo estas deducidas, más no observadas (como las de la aritmética o la geometría).[6] Pero, ¿es esto posible realmente? Pues bien, según Kant, ciertamente la experiencia nos puede inducir al pensamiento, y llevar a obtener conocimiento. No obstante, no significa que todo el conocimiento sea concebido o provenga de la experiencia, dado que la verdad no se halla determinada en esta. Así pues, el conocimiento obtenido a través de la experiencia es totalmente diferente al que no viene de la experiencia.

Esta distinción entre el conocimiento se determina a posteriori, que sería el primero, y el segundo el a priori, siendo posible por medio de la razón la adquisición del conocimiento, y posteriormente ser extraído y obtenido de determinado entendimiento gozando de una «estricta universalidad». La validez de este parte del «principio de no contradicción», que significa que un mismo concepto no puede ser y no ser a la vez; ergo, no puede contradecirse. Continuando, la diferencia es que el conocimiento a posteriori se extrae de las sensaciones, siguiendo esta una «universalidad meramente supuesta». Es decir, la experiencia nos muestra algo y cómo es, pero no nos muestra o dice que no puede ser de otra manera. Kant pues, nos ofrece otra clasificación, ahora siendo la de sujeto y predicado en un juicio, es decir, una declaración o proposición. De manera que, la clasificación expuesta por Kant compone las principales características de su filosofía. Me refiero a los juicios sintéticos (a priori).

Es a través de estos juicios, el sujeto y el predicado como se crea esa vinculación y da como resultado una proposición que se considera como válida en sí misma. El hombre, como un ser que piensa y actúa, considera esto como el uno del otro. Tales juicios conforman la pura representación de un objeto, entiéndase como lo que es externo al ser hombre. Estableciendo así relaciones constantes entre los objetos. Sin embargo, aunque Kant nos ofrece las indicaciones, él no deja una respuesta sobre cómo estos juicios sintéticos a priori se ajustan a nuestro entorno, siendo Mises quien hace su aparición para resolver tal problema.

En La Crítica de la razón pura, Kant realizó un extraordinario y plausible esfuerzo por explicar los axiomas fundamentales que hacen posible la adquisición del conocimiento de la naturaleza y los límites posibles de tal conocimiento de los objetos. Sin embargo, la actividad o el ejercicio de esta corriente orientada al racionalismo no se limitan al conocimiento de los objetos. El hombre también necesita saber cómo ha de obrar, cómo ha de ser su conducta: la razón, a saber, posee, a su vez, una función moral. Que está en correspondencia con la siguiente pregunta: ¿Qué debo hacer?

Esta doble vertiente puede expresarse por medio de la distinción entre la razón teórica y la razón práctica (no se trata, por supuesto de dos razones, sino del doble uso de la misma razón): entiéndase, pues, que la razón teórica, es la encargada de conocer cómo son las cosas; por otro lado, la razón práctica, se ocupa de saber cómo debe ser la conducta humana. No obstante, es importante la aportación de Ludwig von Mises, dado que fue él quien ofreció una respuesta a tal problema, pero nos encargaremos de explicar ello a detalle más adelante.

Kant afirma en la Crítica de la razón práctica que la razón pura es por sí sola práctica y proporciona (al hombre) una ley universal que se da a llamar «ley moral». Para Kant los conocimientos empíricos no pueden ser la fuente de los principios morales que rigen la conducta del hombre, sino los conocimientos que adquiere a través de la razón. De ahí se hace una distinción entre el conocimiento racional que es teórica (pura) y el que es práctico. A la razón práctica no le corresponde en sí, conocer cómo es de hecho la conducta humana, sino cómo debe ser: no le interesan los motivos que determinan empírica y psicológicamente a los hombres (deseos, sentimiento, egoísmo, etcétera.), sino los principios que han de mover los a obrar para que su conducta sea racional y por tanto moral. Un principio que se encuentra ligado a la razón práctica es que esta se funda en la noción de bien, y se formula de la siguiente manera: ‘el bien es lo que todos apetecen’; en consecuencia, el primer precepto de la ley es este: ‘El bien ha de hacerse y buscarse; el mal ha de evitarse’.

Ya con esta distinción entre la razón teórica y la razón práctica, podemos observar que ambas actividades racionales se manifiestan —según Kant—, en un modo totalmente distinto en que una y otra expresan sus principios y leyes: la razón teórica fórmula juicios y razonamientos teóricos-objetivos («el calor dilata los metales»), mientras que la razón práctica fórmula imperativos o mandatos («no matarás»).

Es preciso hacer hincapié en cuanto al uso de la palabra racional entre Kant y Mises para evitar caer en ambigüedades o errores. Para el filósofo de Königsberg se puede entender que la palabra racional es utilizada para determinar la evaluación de requisitos que son de carácter moral. Dado que no podemos llamar o considerar racional al sujeto o agente que actúa sin principios morales. Por otro lado, el economista austriaco da un uso peculiar a la palabra racional. Rothbard nos demuestra que Mises usa la palabra «racional» como sinónimo de «intencionalidad», este error en Mises se puede entender en un mal racionamiento en su afán de negar categóricamente que alguien pueda actuar de manera irracional. Pero si hacemos esto, cómo es posible que siquiera se pueda seguir haciendo uso, o mejor dicho de mantener el concepto de la palabra racional, si por otra parte se niega categóricamente la contraparte de tal concepto. Si Mises sostiene que nadie puede actuar irracionalmente, entonces simplemente está utilizando «racional» como sinónimo de «intencional», y esto significa que está utilizando el término racional en un sentido que nadie más utiliza y, por lo tanto, es ilegítimo.[7] Entendamos pues, que él está usando el término racional en una forma incorrecta que nos puede llevar a contradicciones graves. Por ejemplo, el sacrificio con la vida de un ser humano por parte de una tribu a sus dioses como ofrenda, la magia para curar enfermedades, la tortura para reprender a un hijo etcétera. Todos estos ejemplos se podrían considerar que se realizaron racionalmente, pues esos medios eran usados para lograr conseguir dichos fines. De este modo, podemos aseverar que, en efecto, si existen métodos y medios que son irracionales para poder alcanzar ciertos fines.

El axioma de la acción y el axioma de la argumentación: Ludwig von Mises y Hans-Hermann Hoppe

Tras todo lo anterior, como se hizo saber nos encontramos con un problema no resuelto por Kant. Tal problema es, ¿cómo se ajustan estos juicios sintéticos a priori al entorno que nos rodea? Aquí es donde Ludwig von Mises nos presenta una solución, en una lectura olvidada por kantianos ortodoxos. La clave a tal problema se encuentra en Mises quien alineándose junto a Leibniz responde sagazmente a la famosa sentencia de Locke de que «no existe nada en el intelecto que no haya estado previamente en los sentidos» con su igualmente famosa sentencia «salvo el propio intelecto». Mises nos dice qué tanto los pensamientos como la acción del hombre son dependientes de la misma raíz, pues, al fin y al cabo, ambos son el producto de la mente humana. Mises lo determina como «categorías de acción». Hans-Hermann Hoppe nos dice lo siguiente: «debemos reconocer que tales verdades necesariamente no son simplemente categorías. Nuestras categorías mentales tienen que entenderse como basadas en última instancia en categorías de la acción… como categorías de acción, tienen que ser tanto cosas mentales como características de la realidad. Porque es a través de la acción que la mente y la realidad entran en contacto».[8]

De esta manera, la acción para Mises es fundamental, pues es por medio de este axioma donde encuentra la solución al problema no resuelto por Kant. A partir de la acción Mises determina qué el hombre actúa, siendo un hecho autoevidente para cualquier observador. En el axioma de la acción se nos presentan conceptos, tales como: fin, medio, valor, preferencia y causalidad.[9] Pero primero, como se mencionó con anterioridad, siempre es preciso tener en mente la epistemología kantiana,[10] pues de esta manera se podrá vislumbrar una mejor comprensión:

Proposiciones analíticas Proposiciones sintéticas
Proposiciones a priori Proposiciones a posteriori

Entonces, ¿cuál es el proceso a seguir bajo este axioma?

  1. Compresión correcta de los conceptos.
  2. Descripción adecuada del mundo a estudiar.
  3. Deducción de las consecuencias de la acción.

Retomando aquí el «principio de no contradicción», si el proceso no tuvo error alguno, entonces se asevera que la conclusión derivada de éste es cierta. En otras palabras, si la consecución lógica es correcta, su conclusión es necesariamente verdadera.

Por otra parte, Hans-Herman Hoppe, es quien extiende esta teoría inclinada al racionalismo. Tras lo expuesto, Hoppe agrega una nueva categoría a la fórmula: «el axioma del a priori de la argumentación». Asimismo, es saludable mencionar que Hoppe también se vio influenciado por el pragmatismo trascendental de Jürgen Habermas y Karl Otto-Apel, en lo que ellos llamaron «Ética del discurso», aunque depurando las ideas socialistas de estos últimos. Es a través de este axioma, y con la ayuda de la praxeología y la teoría libertaria de los derechos de propiedad, que Hoppe elabora un nuevo argumento —a priori y libre de juicios de valor— para justificar una ética libertaria. Este nuevo argumento es lo que él llama la ética de la argumentación,[11] la misma también afirma el principio de no agresión (PNA), siendo un presupuesto de la argumentación, por lo que no se puede negar racionalmente sin caer en contradicción.

Hoppe establece que el acto de argumentar es una expresión de la acción, y para reconocer esto es preciso argumentar: «La argumentación no son sonidos que flotan libremente, sino que es una acción humana, concretamente, una actividad humana intencional que emplea medios físicos —por lo menos el cuerpo de la persona y varias cosas externas—».[12] Entonces, para llevar a cabo un discurso argumentativo deberá ser por medio de la acción, dado que es de esta manera como se interactúa con la realidad. Por tanto, el conocimiento es una categoría de la acción.

La ética del discurso: de Jürgen Habermas y Karl-Otto Apel a la contribución de Hans-Hermann Hoppe

Ya hemos mencionado anteriormente la influencia de estos autores en la ética de la argumentación, ahora veremos de qué forma ha condicionado e inspirado el trabajo de Hoppe. Para comprender la influencia de Habermas y Apel, tendremos que ver cuál es la relación que han tenido estos filósofos. Hoppe estudió en la universidad de Frankfurt, cuando todavía tenía tendencias marxistas e izquierdistas. Allí, conoció a Jürgen Habermas, quien sería su director de tesis. En las palabras del mismo Hoppe: «mi relación con él no era estrecha, era cordial, aprendí bastante de él».[13] Allí, Hoppe aprendió de Habermas y Apel acerca de la ética discursiva, que posteriormente serviría como base de su propio argumento.

Jürgen Habermas deduce su ética del discurso de lo que denomina como paradigma del lenguaje. Este paradigma trata de establecer los marcos en los cuales debe darse la argumentación para ser socialmente fructífera, llegando a consensos generales entre las personas argumentantes. Aquí tomaremos prestado el siguiente esquema sobre los requisitos que distingue Habermas:[14]

  1. Autonomía de cada uno de los participantes para expresar libremente aquellos argumentos que representan sus intereses, teniendo como horizonte último la representación simultánea de los intereses potenciales del resto de sujetos afectados.
  2. Simetría de los participantes en cuanto al valor de sus argumentaciones, donde solo la coacción no violenta del mejor argumento se impondrá definitivamente. Se trata del argumento que mejor representa los intereses de todo el colectivo.
  3. Falibilidad del consenso adquirido, en la medida en que nuevas y futuras argumentaciones pueden criticar y mejorar el argumento considerado como el más válido de todos.

La intención de Habermas y Apel era establecer los marcos de la argumentación como forma para llegar a consensos democráticos mediante el discurso y la argumentación, que culminaría en la obtención de un argumento capaz de satisfacer a todos los implicados en la argumentación. La ética discursiva trata de establecer unas normas formales por las cuales se trata de llegar a acuerdos. Solo mediante la formulación de un mejor argumento podría establecerse la norma, lo cual requeriría la legitimación de todos aquellos que participen de este. En palabras de Habermas: «Únicamente pueden aspirar a la validez aquellas normas que consiguen (o pueden conseguir) la aprobación de todos los participantes en cuanto participantes de un discurso práctico».[15]

Karl-Otto Apel, colega de Habermas, introduce también el a priori de la argumentación que será fundamental para la elaboración del argumento de Hoppe. El a priori de la argumentación se refiere a las precondiciones lógicas para que esta se dé. Esto se ve reflejado en el primer y segundo paso del argumento de Hoppe:

En primer lugar: todas las alegaciones de la verdad —es decir, todas las afirmaciones de que una proposición dada es verdadera o falsa o indeterminada, o indeseada o de que un argumento es válido y completo o no— son planteadas y justificadas al respecto en el curso de una argumentación.

En segundo lugar: la veracidad de esta proposición no puede ser impugnada sin caer en una contradicción, porque cualquier intento de hacer eso tendrá que hacerse en sí mismo en la forma de un argumento. Por ello, el a priori de la argumentación.[16]

Hoppe da un giro radical al argumento de Habermas y Apel. Hoppe va más allá y se centra también en las precondiciones praxeológicas y libertaria de la argumentación, que se acaba convirtiendo en la tesis final de Hoppe: Cada cual es propietario de su cuerpo. Las conclusiones socialdemócratas de Apel y Habermas se ven anuladas por las precondiciones praxeológicas y libertaria de la argumentación advertidas por Hoppe, que demuestran el libertarismo como único sistema defendible coherentemente.

El imperativo categórico kantiano y la ética de la argumentación

Por otra parte, Hoppe toma directamente de Kant la regla de oro del imperativo categórico, el famoso: «Obra de tal modo que la máxima de tu voluntad pueda valer siempre al mismo tiempo como principio de una legislación universal».[17] Es decir, toda propuesta normativa, debe ser universalmente aplicable, lo que significa que debe ser válida para todos sin excepción. Hoppe hace hincapié en esto al afirmar: «cómo la argumentación implica que todos los que puedan entender un argumento deben en principio ser capaces de ser convencidos por éste simplemente a causa de su fuerza argumentativa, el principio de universalización de la ética puede ahora entenderse y explicarse como basado en la más amplia “comunicación y argumentación a priori”».[18]

Para Kinsella, «la universalizabilidad actúa como un “filtro” de primer nivel que elimina todas las normas particularistas. Esto reduce el universo de afirmaciones normativas posiblemente justificadas, pero no termina el trabajo, ya que muchas normas incompatibles y poco éticas podrían reformularse de manera universalizable».[19] Así, Kinsella viene a decir que la ética de la argumentación, como teoría de la justicia, al universalizarse, depura todos los comportamientos reprobables que pudieran seguirse bajo el imperativo categórico kantiano, debido a que la ética libertaria sería a su vez universalizable, y como teoría de la justicia se concluirían tales comportamientos como fuera de esta. De manera más sencilla, para Kinsella, la ética de la argumentación funciona como una aplicación del imperativo categórico kantiano a la teoría de la justicia.

La ética de la argumentación y la teoría del castigo: el enfoque estoppel de Kinsella[20]

El enfoque estoppel fue planteado por Stephan Kinsella como teoría del castigo partiendo de la ética de la argumentación, y por tanto como teoría del castigo libertaria. El eje sobre el cual gira toda la teoría estoppel es que «nadie puede contradecir su propio acto». Esto es, nadie puede quejarse coherentemente de recibir aquello que da.

El hecho de comenzar la agresión implica que aquel que la inicia no puede negar o protestar porque se le aplique de vuelta aquello que él ha hecho. El agresor no puede racionalmente afirmar que la agresión que ha cometido se aplique a sí mismo sea injustificada, precisamente porque él mismo la ha llevado a cabo con anterioridad, y por tanto, si la reclama como injusta, estaría admitiendo que él mismo cometió la injusticia de forma previa. Lo que demuestra Kinsella es que un agresor no puede oponerse al castigo sin reconocer la ilegitimidad de la agresión que él mismo ha cometido.

¿Cómo se relaciona esto con la ética de la argumentación? Bien, en primer lugar, mediante esta ha sido demostrado el principio de no agresión (PNA). La ética de la argumentación consigue diferenciar de manera radical entre propiedad y agresión. Así, esta teoría del castigo no se mueve en una línea fina entre agresión y acción legítima, si no que las agresiones se muestran de forma clara. El estoppel es una extensión de la ética de la argumentación en tanto que consigue plantear una teoría del castigo adecuada al PNA y el principio de autopropiedad. La teoría de la justicia es en la práctica inútil si no es posible tomar acciones contra aquellos que inician injusticias. Esto es, la teoría de la justicia (la ética de la argumentación) no podría ser una medida para impartir justicia si no existe una forma práctica de representarla (estoppel).

La ética de argumentación y el relativismo

La ética de la argumentación ofrece una refutación a aquellos que sostienen que no existe una ética universal, y transforma sus posturas en autocontradictorias. Los relativistas éticos afirmarán a la hora de argumentar la ética de la argumentación como una ética universalmente válida (como hemos explicado con anterioridad). El relativista ético presupone en la argumentación el derecho de propiedad como derecho absoluto, ya que como hemos visto, este derecho se encuentra en las presuposiciones de la misma acción de argumentar. La ética de la argumentación implica así una refutación definitiva al relativismo ético, demostrando tal doctrina como autocontradictoria, ya que los mismos relativistas deben presuponer la universalidad del derecho de propiedad.

El principio de autopropiedad

La argumentación es una acción humana, que necesita de medios escasos (como mínimo el propio cuerpo y varios recursos externos) con un fin concreto, llegar a un acuerdo acerca de la veracidad de una proposición o argumento. Por tanto, para argumentar, debe presuponerse el control exclusivo del propio cuerpo, ya que su negación implicaría afirmarlo al emitir el argumento.

¿Puede un socialista, un delincuente o un escéptico negar que es el dueño de sí mismo? Bien, claramente él puede negarlo ya que nadie se lo impide y está dentro de sus facultades. Sin embargo, suponer de manera categórica que tal principio no existe sería una incoherencia, pues estaría cayendo en una contradicción performativa, dado que para afirmar o negar algo usted necesita ser dueño de usted mismo, ya que está en las presuposiciones de la misma acción, es decir, de forma previa a esta uno ya debe tener el control exclusivo sobre su cuerpo: así también de sus cuerdas vocales si pretende decirlo, de sus manos si pretende escribirlo, de su cerebro al pensar la idea, y en última instancia de todo su cuerpo. Para comprender y explicar esto, es preciso mencionar y tomar en cuenta los trabajos y obras de ciertos filósofos, de los que hablaremos más adelante.

En palabras de Hoppe:

La verdad o la validez de las normas o reglas de acción que hacen posible en absoluto la argumentación entre un proponente y un oponente —es decir, las presuposiciones praxeológicas de la argumentación— no puede ser impugnada argumentativamente sin caer en una contradicción performativa o pragmática … Cada persona debe tener el derecho al control exclusivo o a la propiedad de su propio cuerpo físico, el medio mismo que él y solamente él puede controlar directamente a voluntad, con el fin de ser capaz de actuar independientemente de unos y otros y llegar a una conclusión propia (es decir, de manera autónoma).[21]

Se han planteado también dudas antropológicas acerca de si hay un dualismo mente-cuerpo o somos nuestro cuerpo. Sin embargo, esto no influye al desarrollo del argumento, ya que la ética de la argumentación sería válida en ambos casos, tanto si controlamos nuestro cuerpo como si somos nuestro cuerpo. No es nuestra intención ahondar en este tema, simplemente aclarar que la postura que se pueda tomar en este sentido no influye en absoluto el desarrollo del argumento.

Además de presuponer la autopropiedad, la argumentación presupone el derecho a poseer recursos escasos por su ocupación y necesidad lógica para la misma supervivencia del hombre que argumenta y actúa. La idea central para la paz y la autopropiedad es que el cuerpo es «el prototipo de un bien escaso para cuyo uso tienen que haberse establecido de alguna forma derechos de propiedad, es decir, derechos de propiedad exclusiva, con el fin de evitar conflictos».[22]

Según Hoppe, presuponer la no existencia del principio de autopropiedad y a la apropiación original sería una contradicción performativa. Además, conllevaría graves problemas éticos, prácticos y legales que nos llevarían a muchos conflictos. Como se ha expuesto, el principio de autopropiedad reconoce que tanto A como B son dueños de su propio cuerpo, asimismo, lo que producen con su trabajo. De negar este supuesto, las alternativas a esto serían dos posibles escenarios: o bien A es dueño y propietario de B, y de lo que este último produce o crea con su trabajo, o tanto A como B son copropietarios de sus cuerpos y de los frutos de lo que produzcan.

La contradicción performativa

La contradicción performativa es aquella que se da cuando el contenido de una proposición es incompatible con las presuposiciones para que esta se dé. Por ejemplo, decir «no estoy afirmando nada» es una contradicción performativa, ya que en la afirmación se encuentra implícitamente su negación, debido a que decir tal cosa implica emitir una afirmación (que no estás afirmando nada), que es precisamente lo que has querido negar.

En el caso que tratamos, la contradicción performativa se encuentra en la afirmación de que cada cual no es propietario de su cuerpo. Esto es así debido a que el hecho de argumentar tal cosa, implica que aquel que lo haya propuesto tenga la propiedad exclusiva sobre su propio cuerpo de forma previa a la misma acción. Argumentar contra esto implica hacerlo contra las presuposiciones de la propia argumentación, ya que no es posible emitir una argumentación sin tener el control exclusivo de forma previa del medio por el cual se pretende argumentar, el propio cuerpo; y, por tanto, sin caer en una contradicción performativa.

La contradicción que la ética de la argumentación de Hoppe demuestra no es una contradicción lógica, sino performativa. Es decir, la contradicción no se encuentra en el desarrollo lógico emitido por aquel que argumenta, si no que se encuentra en lo que se dice y las implicaciones de hacerlo, y, por tanto, no puede ser racionalmente justificado.

De Rothbard a Hoppe. Un argumento a favor del principio de autopropiedad: El triple dilema rothbardiano

Lo explicado anteriormente se puede contemplar dentro de la ley natural o el iusnaturalismo racionalista de quien fuese el mentor de Hoppe, y el responsable en que se empeñase en buscar una teoría diferente para la defensa del principio de autopropiedad, el mismísimo Murray N. Rothbard, que ya había intentado demostrar la autopropiedad mediante la ley natural.[23] Si bien, Hoppe expone su propia fórmula en la ética de la argumentación, él la extrajo de uno de los argumentos más fuertes y contundentes de Rothbard, el raramente mencionado triple dilema rothbardiano. Para entender bien este triple dilema, veamos lo que dice Rothbard en uno de sus libros más importantes, La ética de la libertad. Rothbard se hace una interesante pregunta, pero la respuesta para esta pregunta ya ha sido respondida anteriormente.

Aquí hay dos alternativas: o bien podemos establecer una regla que permita a cada hombre (es decir, tener el derecho a) la plena propiedad de su propio cuerpo, o bien podemos dictaminar que no puede tener esa plena propiedad. Si la tiene, entonces tenemos la ley natural libertaria para una sociedad libre como la tratada anteriormente. Pero si no la tiene, si cada hombre no tiene derecho a la plena y total propiedad de su cuerpo, entonces ¿qué implica esto? Implica una de dos condiciones: 1) la «comunista» de la propiedad universal e igualitaria de los demás, o 2) Propiedad parcial de un grupo por otro, un sistema de gobierno de una clase sobre otra. Estas son las únicas alternativas lógicas a un estado de 100% de autopropiedad para todos.[24]

Con esto en mente, el argumento de Rothbard es el siguiente: alguien debería controlar nuestros cuerpos, en caso contrario nos quedamos en un estado contradictorio en el que no podemos hacer nada con nosotros mismos, ni siquiera suicidarnos, porque estaríamos controlando (o, en el caso del suicidio, dañando) una propiedad que no poseemos. Ahora bien, si alguien tiene que controlar nuestros cuerpos, hay tres maneras diferentes en las que podemos organizar ese derecho de control —que es lo que llamamos derecho de propiedad— de los cuerpos:

  1. Todo el mundo es autopropietario
  2. Todos son dueños de todos o copropietarios de los demás por igual
  3. Algunas personas (o grupos de personas) son dueñas de otras

Rothbard comienza derribando la segunda y tercera alternativa, demostrando que son insostenibles o poco éticas. Primero, trata con la tercera:

Aquí, una persona o grupo de personas, G, tiene derecho a ser dueño no sólo de sí mismo sino también del resto de la sociedad, R. Pero, aparte de muchos otros problemas y dificultades con este tipo de sistema, no podemos tener aquí una ética universal o de derecho natural para la raza humana. Sólo podemos tener una ética parcial y arbitraria, similar a la opinión de que los Hohenzollerns tienen por naturaleza derecho a gobernar sobre los no Hohenzollerns.[25]

Esencialmente, la alternativa tres no pasa la prueba de universalidad: de escoger esta alternativa, la carga de la prueba recae en quien tenga que demostrar por qué algunas personas deben gobernar sobre otras. Hágase la siguiente pregunta: ¿Qué tiene un rey o una aristocracia que les da el derecho de gobernar a sus súbditos? Anteriormente, se justificaba con el mito de la existencia de un derecho divino que legitimaba a los reyes. No obstante, esa justificación falla, porque es una tarea imposible. Aunque hay muchas diferencias entre gobernantes y súbditos, no hay ninguna que sea éticamente relevante. A continuación, Rothbard saca a la alternativa dos de la carrera. Primero, señala que «si hay más que unas pocas personas en la sociedad, esta alternativa debe romperse y reducirse a… un gobierno parcial de unos sobre otros». Esto se debe a que «es físicamente imposible para todos vigilar continuamente a todos los demás, y por lo tanto ejercer su parte equitativa de propiedad parcial sobre todos los demás hombres». Es físicamente imposible, simplemente porque al otorgar tal permiso, uno se estaría afirmando como único propietario de su cuerpo. Es imposible, en otras palabras, que cada hombre obtenga el permiso de los demás antes de hacer lo que quiere hacer: todos moriríamos antes de que eso fuera posible, incluso eso traería una élite directiva que vigile que se cumpla esa norma. Además, como dice Rothbard en el siguiente párrafo, «es seguramente absurdo sostener que ningún hombre tiene derecho a ser dueño de sí mismo, y sin embargo sostener que cada uno de estos mismos hombres tiene derecho a ser dueño de una parte de todos los demás hombres».[26] Porque, ¿cómo podrían votar sobre lo que los demás deben hacer, sin ejercer un control unilateral sobre su propia decisión y sus bocas? De no ejercer tal control unilateral, primero tendría que haber una votación sobre cómo cada uno podría votar… ¡Hasta el infinito! De esta manera, podemos ver que la propiedad universal e igualitaria de los demás es ya una situación imposible, o, en otras palabras, una entelequia, e incluso podría llevar a la civilización a una extinción.

Ahora bien, es posible que esos derechos de control exclusivo, que Rothbard llamaría propiedad, se ejerzan con carácter «retroactivo»: pues, en esencia, cada persona es libre de ejercer un control unilateral sobre sí misma hasta que haya suficientes votos que le digan que haga algo más para compensar su participación parcial en sus propios cuerpos; dos votos, en el caso de igualdad de otra propiedad. Esto resolvería el problema de la regresión infinita de los votos, pero probablemente daría lugar a una aristocracia en la que el primero en llegar es el primero en ser atendido, en la que el que pueda ir a toda prisa (junto con un amigo) y «mandar» a la mayoría de la gente sería el propietario de todas esas personas, incluida la forma en que esas personas votan. Además, esto supone que sólo se necesita una mayoría de los presentes, y no una unanimidad, para tomar una decisión, siendo esto una contradicción a la igualdad de propiedad universal. Todo esto vuelve realmente a la (3), ya que los que no están presentes actualmente no pueden ejercer los derechos de propiedad y se convierten en los esclavos de la persona con el ejército más grande a menos que traigan un ejército de igual tamaño. Además, este arreglo, en el que cada uno tiene control sobre sí mismo de facto, pero un tipo diferente de control sobre los demás, que no requiere su permiso antes de que se utilice su «propiedad», sino su afirmación de una norma contraria, es un doble rasero que en realidad tendría que ser votado por un colectivo igualitario de otros propietarios como el descrito anteriormente, por lo que no escapa realmente a un retroceso infinito.

Por lo tanto, esto nos deja con la única alternativa viable y ética, la primera alternativa: la de la autopropiedad libertaria, que se revela como la única opción deseable y lógicamente posible.

John Locke sobre el primer usuario y cómo nos apropiamos de nuestro cuerpo: Stephan Kinsella

Retomando, para poder argumentar se debe reconocer implícitamente el principio o derecho a la autopropiedad, pues, para realizar tal acción y dar un discurso se debe ser propietario de los recursos escasos de nuestro cuerpo. Pero, ¿cómo nos hacemos dueños de nuestro cuerpo? La teoría libertaria presenta unas bases sólidas para dar una fundamentación sobre el derecho de autopropiedad. Tal fundamentación es posible a través de lo que John Locke determinó como ‘homesteading’[27] (un individuo se convierte en propietario si se apropia de algo sin dueño en su estado natural), aquí debemos situarnos en el concepto de ‘primer usuario’ de un recurso escaso, y previamente sin dueño, como la prueba prima para determinar la propiedad de este.

Sin embargo, encontramos un problema en relación a la apropiación de los cuerpos. No podemos apropiarnos de nuestro cuerpo de igual manera que cualquier otro recurso escaso, principalmente porque es justamente el cuerpo nuestra herramienta de apropiación. Es decir, para llevar a cabo la apropiación, debe presuponerse la existencia de una persona (y por ello un cuerpo) que la lleve a cabo.

Por otro lado, ¿Es realmente el cuerpo un recurso inicialmente sin dueño? Kinsella advierte que realmente esto no es así. Nuestros padres son aquellos que nos han producido con sus células en la fecundación[28]

¿Cuál es la respuesta de Kinsella? Para él, la propiedad del cuerpo de uno mismo se demuestra por «la relación única entre una persona y «su» cuerpo -su control directo e inmediato sobre el cuerpo, y el hecho de que, al menos de una manera, un organismo representa a una persona y viceversa.»[29] El enlace objetivo está así en la capacidad de control de la persona del mismo cuerpo. En tanto que cada cual controla su voluntad, existe una vinculación objetiva con su cuerpo. El uso de la voluntad implica la existencia de este vínculo objetivo, siendo autoevidente que cada cual controla su propia voluntad, y, enlazando con la ética de la argumentación, se haría contradictorio negar esta vinculación objetiva con la propia voluntad, ya que, para ello, debería hacerse en forma de proposición, y la emisión de esta solo puede llevarse a cabo mediante la voluntad de aquel que emite la proposición.

El principio de autopropiedad y la deslegitimación del Estado

Hemos desarrollado un marco teórico libertario partiendo del principio de autopropiedad. Tras esto podemos deducir que no es el Estado quien nos «otorga el derecho de autopropiedad», sino nosotros mismos (el Estado es precisamente, en palabras de Rothbard, el agresor supremo de esta).[30] Y esta puede ser reconocida por medio de la argumentación, que para llevarse a cabo precisa de la acción, acción que lleva a cabo el usuario mediante el previo control exclusivo de su cuerpo. Este principio sobre la autopropiedad como podemos observar excluye al Estado. Así este no tiene derecho alguno ni legitimidad sobre nosotros, ni menos el determinar si privarnos, suspender o limitar parcialmente nuestro derecho a la autopropiedad. Así, el Estado se convierte en un extraño, reclamando que tiene derecho sobre nosotros y que niega nuestro derecho de autopropiedad. Determinado también cómo será usado nuestro cuerpo. En nombre de esto se puede mencionar innumerables delitos perpetrados por parte del Estado contra las personas. Por ejemplo, delitos de lesa humanidad, leyes fiscales, multas por incumplimiento de decretos arbitrarios del Estado, regulaciones económicas y un gran etcétera. Todo esto al violar el derecho a la autopropiedad.

El principio de autopropiedad es muy importante porque excluye al Estado y por tanto lo deslegitima en su totalidad. Asimismo, lo hace también con cualquiera de sus variantes como el Estado de derecho o el Estado de bienestar. Por ejemplo, nadie debe ser obligado a tributar o a trabajar para otra persona, incluso si la otra persona «necesita» su trabajo más que usted, etcétera. Por esto y más es que el derecho a la autopropiedad es intuitivamente plausible. Incluso, podemos ver cómo, y de manera acertada, el principio de autopropiedad supera los principios socialistas comúnmente utilizados que según ellos debe obligarse a la redistribución. De este modo podemos encontrar a la autopropiedad como una prima facie plausible. Finalmente, el principio de autopropiedad excluye al Estado y da paso a una sociedad totalmente libre.

Esto nos regresa a la pregunta formulada al principio: ¿Puede un socialista, un delincuente o un escéptico negar que es el dueño de sí mismo? Kinsella nos ofrece una brillante respuesta:

Estas teorías orientadas al racionalismo ofrecen, en mi opinión, muy buenas defensas de los derechos individuales, defensas que son más poderosas que muchas otras aproximaciones, porque demuestran que el que se opone a los derechos individuales, ya sea delincuente, escéptico o socialista, presupone que son verdad. Los críticos deben entrar en la catedral del libertarismo incluso para negar que existe. Esto hace vacuas las críticas a las creencias libertarias: pues si alguien pregunta por qué creemos en los derechos individuales, podemos decirle que se mire en el espejo y allí encontrará la respuesta.[31]

En otras palabras, quien niegue que existe el derecho de autopropiedad se contradice a sí mismo, pues, al participar en la esencia natural de la argumentación de resolver problemas libres de conflictos, reconoce necesariamente el derecho de su oyente a ser libre para oír, pensar, decidir y argumentar. Y es en esta participación que se incorpora y reconoce el axioma de no agresión (PNA) que forma parte del credo o código libertario, que expresa que nadie puede iniciar la violencia o fuerza sobre otros a menos que sea en defensa propia.

La ética de la argumentación posee tal contundencia que simplemente derrumba toda la filosofía política estatista mediante el uso de la contradicción performativa. La argumentación implica necesariamente el PNA, y el PNA implica necesariamente la ilegitimidad del aparato estatal y del poder político.

Por otra parte, la ética de la argumentación también derrumba el falso mito por el cual se afirma que la propiedad privada surge y solo puede ser mantenida con y por el Estado. A pesar de poder demostrarse esto como falso por otras vías, la ética de la argumentación demuestra que la propiedad privada es universal, y los primeros hombres ya la poseían en su mismo cuerpo. La propiedad privada ha sido demostrada a priori, y por tanto no puede tener su origen en las normas de un poder político. Por el contrario, este ha sido el principal violador de la misma a lo largo de la historia. La existencia del Estado implica necesariamente violaciones de la propiedad: No puede existir un Estado que no viole la propiedad privada, porque si no, no sería un Estado en absoluto.

Respuestas a críticas de la ética de la argumentación

La crítica de David Friedman[32]

Esta crítica afirma que el hecho de que sea posible violar el derecho a la autopropiedad, por ejemplo, disparando a la persona que pretende argumentar, falsaría la ética de la argumentación. Esta crítica tiene fácil respuesta: Del hecho de que existan violaciones de derechos no se deriva que estos no existan. Que el derecho de autopropiedad sea violado no implica que este sea falso. Afirmar esto es igual a decir que cualquier otro supuesto derecho no existe por el hecho de que este sea violado. Por ejemplo, según este razonamiento, del hecho de que existan asesinos se deriva que el no ser asesinado no entre dentro del marco de mis derechos. Por lo tanto, la crítica falla, ya que la existencia de violaciones al derecho de autopropiedad no implica que este no exista, ya que precisamente ha sido demostrado mediante la ética de la argumentación: simplemente es una violación del mismo, y por tanto ilegítima. En palabras de Frank van Dun: «Hoppe no hizo el empírico y absurdo reclamo de que una persona es incapaz de argumentar meramente debido a los poderes que legalmente lo clasifican en un esclavo, o que ser legalmente reconocido “propietario” de su propio cuerpo es una condición necesaria para ser capaz de participar en una argumentación. Su argumento era que tales clasificaciones legales y las acciones que sancionan o legitiman no pueden ser justificadas en una argumentación con los esclavos, o, de hecho, en cualquier argumentación que tome las presuposiciones de la argumentación seriamente».[33]

Otro argumento muy similar es aquel que sostiene que del hecho de que existan condiciones no libertarias (y que por tanto no se respete el derecho a la autopropiedad) se sigue que no exista contradicción al negarlo. Ante esto, Hoppe dice: «Un amo puede discutir con su esclavo sobre el valor de verdad, por ejemplo, de la ley de la gravedad o la existencia de gérmenes invisibles. Y si permitiera al esclavo el acceso a todos los medios y a la información necesaria para llevar el tema discutido a una conclusión, su discusión con el esclavo no implicaría ninguna contradicción, sino que constituiría, de hecho, una argumentación genuina. Pero la cuestión es bastante diferente cuando se trata de una argumentación entre el amo y el esclavo sobre el tema de la esclavitud, es decir, las condiciones bajo las cuales sus argumentaciones se efectúan. En este caso, si el amo dijera al esclavo “No peleemos, sino que discutamos sobre la justificación de la esclavitud”, él así reconocería al esclavo como otra persona independiente con su mente y cuerpo propios y, entonces, tendría que dejar a su esclavo partir libre. Y si él dijera en vez de eso “¿Y qué?, te he reconocido momentáneamente como otra persona independiente con tu mente y cuerpo propios, pero ahora, al final de nuestra discusión, te impido ir de todas formas”; entonces él estaría envuelto en una contradicción performativa o dialéctica. Esta conversación entre el amo y el esclavo no constituiría una argumentación genuina, sino que sería en el mejor de los casos un juego de salón ocioso o incluso cruel».[34]

Es muy importante reafirmar lo que Hoppe menciona y ya hemos comentado con anterioridad: El hecho de argumentar contra alguien implica que se está aceptando a tal persona como un ser independiente, y por tanto no puede estar bajo el dominio de un tercero.[35]

En esta línea, muchas críticas se han hecho, como la de Yeager[36] o la de Waters,[37] que apuntan, a grandes rasgos, a la idea de que hay gente como los esclavos, que no son autopropietarios. Como se ha demostrado, estas críticas fallan, ya que demuestran precisamente que la esclavitud es ilegítima. Precisamente porque la ética de la argumentación lo demuestra, podemos afirmar que se están violando los derechos de, siguiendo con el ejemplo más común, los esclavos. Los esclavos son autopropietarios, simplemente se les está restringiendo injustamente este derecho.

La triple crítica de Murphy y Callahan

Primera parte[38]

Robert Murphy y Gene Callahan exponen una interesante crítica a la ética de la argumentación en su «Hans-Hermann Hoppe argumentation ethic: A critique». Sin embargo, estas críticas, como veremos, también yerran en su intento de falsar el argumento de Hoppe. Así dicen Murphy y Callahan: «En el mejor de los casos, Hoppe ha demostrado que sería contradictorio argumentar que alguien no posee legítimamente su boca, oídos, ojos, corazón, cerebro y cualquier otra parte del cuerpo esencial para participar en el debate. Pero eso claramente no incluiría, por ejemplo, las piernas de una persona; después de todo, es ciertamente posible que alguien pueda participar en un debate sin tener piernas».[39]

Murphy y Callahan vienen a decir que la ética de la argumentación solo demostraría la propiedad de aquellas partes del cuerpo necesarias para que se dé la argumentación. Sin embargo, esta afirmación es arbitraria, ya que ni Murphy ni Callahan saben con qué parte del cuerpo, por ejemplo, Hoppe escribió la presentación de su argumento. Bien podría haber escrito usando la nariz para apretar las teclas de su ordenador. O bien podría haberlo hecho con los pies. Por otro lado, es obvio que la argumentación no se podría dar o se vería impedida mientras a uno le pegan un puñetazo en la barriga o le cortan un dedo. Es decir, no existe forma por la cual el oponente en el debate sepa con certeza cómo su adversario intentará argumentar, ni qué partes del cuerpo son imprescindibles para que este continúe con la elaboración de su argumento. Por otra parte, Marian Eabrasu apunta: «Si estas partes de mi cuerpo (no relacionadas con mi capacidad de argumentar) están ligadas biológicamente a mi autopropiedad o son adquiridas mediante homesteading, no es más que un detalle. En ambos casos me pertenecen».[40]

Segunda parte

La segunda parte del argumento de Murphy y Callahan hace referencia a que este sería un derecho fugaz, que solo duraría mientras se diera la argumentación. El mismo Hoppe responde a esto diciendo: «Curiosamente, estos críticos no notan que esta tesis, si fuera cierta, tendría que aplicarse a sí mismos también y, por consiguiente, haría irrelevante e inconsecuente a su propia crítica también. Sus críticas por sí mismas serían también tan solo habladurías con tal de hablar sin ninguna consecuencia al margen de hablar. Porque, de acuerdo a su propia tesis, lo que ellos dicen sobre la argumentación es solamente cierto cuando y mientras lo decimos y no tiene relevancia fuera del contexto de la argumentación; y, además, lo que ellos dicen que es cierto es solamente cierto para las partes realmente involucradas en la argumentación o incluso solamente para ellos solos si, y en la medida en que, no existe un oponente real y lo que dicen están sólo diciéndolo en un diálogo interno con ellos mismos».[41] En pocas palabras, el argumento no tiene sustento, ya que se topan con una contradicción lógica: Su misma crítica puede ser formulada contra lo que ellos mismos argumentan y, por lo tanto, falla.

Tercera parte

En tercer lugar, la crítica de Murphy y Callahan dice: «Uno no es necesariamente el propietario legítimo de una propiedad, incluso si el control de la misma es necesario en un debate sobre su propiedad».[42] Con esto, Murphy y Callahan quieren decir que, por ejemplo, los esclavos pueden efectivamente discutir, a pesar de que se les esté negando la propiedad sobre su propio cuerpo. El problema de la crítica planteada reside en que no existe confusión entre ser propietario de uno mismo y utilizar el cuerpo. Esto es así por la diferenciación entre recursos externos apropiables y el mismo cuerpo. Mientras los primeros son abandonables o intercambiables, el propio cuerpo no puede ser abandonado ni negarse a uno mismo ser el que toma las decisiones sobre este en última instancia (de ahí el carácter axiomático del argumento, que ya elaboramos anteriormente). Es decir, en el caso del propio cuerpo: «el “uso del cuerpo” y la “autopropiedad” (aunque sean lógicamente distintas) tienen la misma extensión».[43] Con esto se concluye que, en el ejemplo de la esclavitud, los esclavos continúan siendo dueños de sí mismos, pero se encuentran bajo coacción. Como concluye el propio Eabrasu: «es precisamente porque los esclavos son dueños de sí mismos que la esclavitud puede descartarse por ser una institución injusta. La esclavitud, en el sentido del lenguaje ordinario, no significa la propiedad real del cuerpo de otra persona, sino la amenaza sistemática y física o la violencia efectiva sobre una persona».[44]


Notas

[1] Véase Murray N. Rothbard, «Beyond Is and Ought», Liberty, 1988.

[2] También fue elaborado de forma paralela e independiente por Frank van Dun, y ha sido extendido principalmente por autores como Stephan Kinsella.

[3] Véase Hans-Hermann Hoppe, «La ética de la argumentación», 2016.

[4] Véase Hoppe, Monarquía, democracia y orden natural, Unión Editorial, 2013 (2001).

[5] Véase Hoppe, La ciencia económica y el método austriaco, 2007, p. 15.

[6] Véase Immanuel Kant, Crítica de la razón pura, 2005, p. 71.

[7] Véase Murray N. Rothbard, «El relativismo ético de mises», Mises.org, 2022.

[8] Véase Hoppe, La ciencia económica y el método austriaco, p. 19-20.

[9] Véase Ludwig von Mises, La acción humana.

[10] Véase Kant, Crítica de la razón pura.

[11] Para más sobre esto, véase Hoppe, The Economics and Ethics of Private Property.

[12] Véase Hoppe, The Great Fiction.

[13] Véase Jeff Deist y Hans-Hermann Hoppe, «Hoppe: la entrevista en profundidad», The Austrian, 2020.

[14] Véase Moreno Lax, Jürgen Habermas, «Entre la ética del discurso y la ética de la especie», p. 5.

[15] Véase Jürgen Habermas, Conciencia moral y acción comunicativa, p. 117.

[16] Véase Hoppe, «La ética de la argumentación».

[17] Véase Kant, Crítica de la razón práctica, 2003, p. 28.

[18] Véase Hoppe, Una teoría del socialismo y el capitalismo, p. 131.

[19] Véase Stephan Kinsella, «Defendiendo la ética de la argumentación: respuesta a Murphy & Callahan», 2002.

[20] Véase Stephan Kinsella, «Punishment and proportionality: The estoppel approach», 1996.

[21] Ídem.

[22] Véase Hans-Hermann Hoppe, Una teoría del socialismo y el capitalismo, Editorial Innisfree, 2013, p. 17.

[23] Véase Christopher Dumas, «El argumento subestimado de Rothbard para la autopropiedad», Mises.org, 2020.

[24] Véase Rothbard, La ética de la libertad, 1982, p. 81.

[25] Ídem, p. 79.

[26] Véase Rothbard, La ética de la libertad, p. 12.

[27] Véase John Locke, Ensayo sobre el gobierno civil.

[28] Véase Stephan Kinsella, «Como nos volvemos dueños de nosotros mismos», Mises.org, 2006

[29] Ídem.

[30] Véase Rothbard, Por una nueva libertad: El manifiesto libertario, 1973, p. 69.

[31] Véase Stephan Kinsella, «Nuevas direcciones racionalistas en la teoría libertaria de los derechos», 1996.

[32] Friedman, «The trouble with Hoppe», 1988, Liberty, p. 53-54.

[33] Véase Van Dun, «La ética de argumentación y la filosofía de la libertad», Centro Mises, 2015.

[34] Véase Hoppe, «La ética de la argumentación».

[35] Ídem.

[36] Véase Yeager, «Raw Assertions», Liberty, 1988.

[37] Véase Waters, «Beyond is and ought», Liberty, 1988.

[38] Véase Murphy y Callahan, «Hans-Hermann Hoppe argumentation ethic: A critique», 2006.

[39] Ídem.

[40] Véase Marian Eabrasu, «A reply to the current critiques formulated against Hoppe’s argumentation ethics», 2009.

[41] Véase Hoppe, «La ética de la argumentación».

[42] Véase Murphy y Callahan, «Hans-Hermann Hoppe argumentation ethic: A critique».

[43] Véase Eabrasu, «A reply to the current critiques formulated against Hoppe’s argumentation ethics».

[44] Ídem.

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