Escolaridad Pública y Obligatoria

Hasta hace algunos años, pocas instituciones en los Estados Unidos eran consideradas sagradas –sobre todo por los socialdemócratas– como sucedía con la escuela pública. Aun los estadounidenses de las primeras épocas –como los jeffersonianos y los jacksonianos–, libertarios en casi todos los demás aspectos, sintieron verdadera devoción por ella. En los últimos años se suponía que la escuela pública era un componente crucial de la democracia, la fuente de la fraternidad y la enemiga del elitismo y la separación en la vida estadounidense. Encarnó lo que se consideraba el derecho de todo niño a una educación y fue sostenida como un crisol de entendimiento y armonía entre hombres de todas las ocupaciones y clases sociales que se codeaban con todos sus vecinos desde su niñez.

De acuerdo con la expansión de la educación pública, se promulgaron leyes de escolaridad compulsiva, según las cuales todos los chicos, a partir de una edad mínima hasta otra determinada –y cada vez mayor– debían asistir a una escuela pública o a una privada certificada como conveniente por el aparato estatal. A diferencia de lo que ocurría en décadas anteriores, cuando una proporción relativamente pequeña de la población asistía al colegio en los niveles más altos, todos los habitantes del país, en forma masiva, fueron obligados por el gobierno a pasar en instituciones públicas gran parte de los años en los cuales un niño es más susceptible a las influencias. Podríamos haber analizado las leyes de asistencia obligatoria a la escuela en nuestro capítulo sobre la servidumbre involuntaria, pues ¿qué institución es de modo más evidente un vasto sistema de encarcelación? Recientemente, Paul Goodman y otros críticos de la educación han hecho una incisiva crítica de las escuelas públicas nacionales –y en menor grado, de sus accesorias privadas– como un vasto sistema de prisión para la juventud nacional, donde se tiraniza a millones de chicos desconformes e inadaptables dentro de la estructura escolar.

La táctica de la Nueva Izquierda de irrumpir en las escuelas secundarias gritando “¡Fúguense de la prisión!” pudo haber sido absurda e ineficaz, pero seguramente expresó una gran verdad acerca del sistema escolar. En efecto, si se somete a todos los jóvenes a un sistema carcelario denominado eufemísticamente “educación”, con maestros y administradores que funcionan como sustitutos de vigilantes y guardias, ¿cómo no esperar que se sientan desdichados, descontentos y alienados, y, en consecuencia, se rebelen? Lo único sorprendente debería ser que la rebelión haya tardado tanto. Pero ahora resulta cada vez más evidente que hay algo que está terriblemente mal en la más orgullosa de las instituciones estadounidenses; que, especialmente en las áreas urbanas, las escuelas públicas se han convertido en centros de corrupción y crimen, de robos menores y adicción a las drogas, y que en medio de la deformación de las mentes y las almas de los chicos sólo hay lugar para un mínimo de educación genuina.

Esta tiranía sobre la juventud nacional se debió en parte al altruismo equivocado de la clase media educada, que consideraba que los obreros, o las “clases bajas”, debían tener la oportunidad de disfrutar de la educación que la clase media tanto valoraba. Y si los padres o los hijos de las masas eran tan ignorantes como para perder esta gloriosa oportunidad que se les ofrecía, bueno, entonces, habría que aplicar un poco de coerción (“por su propio bien”, naturalmente).

La clase media que rinde culto a la escuela es víctima de una falacia crucial, a saber, confunde la instrucción formal con la educación en general. La educación es un proceso de aprendizaje que dura toda la vida y que no sólo tiene lugar en la escuela, sino también en todas las demás áreas. Cuando el niño juega, o escucha a sus padres o amigos, o lee un periódico, o trabaja en un empleo, está siendo educado. La enseñanza formal no es sino una pequeña parte del proceso educacional, y sólo es necesaria para las asignaturas específicas, en particular las más avanzadas y sistemáticas. Las materias elementales, lectura, escritura, aritmética y sus corolarios, se pueden aprender fácilmente en la casa, sin asistir a la escuela.

Además, una de las mayores glorias de la humanidad es su diversidad, el hecho de que cada individuo sea único, con habilidades, intereses y aptitudes propias. Impartir compulsivamente una instrucción formal a niños que no tienen la capacidad ni el interés necesarios para recibirla implica deformar su alma y su mente, y esto es criminal. Paul Goodman ha planteado que la mayoría de los niños estaría mucho mejor si se le permitiese trabajar a edad temprana, aprender a ejercer actividades comerciales y comenzar a hacer aquello para lo que son más aptos. Estados Unidos fue construido por ciudadanos y líderes, muchos de los cuales recibieron poca o ninguna instrucción formal, y el concepto de que hay que tener un diploma de nivel secundario –o actualmente, un título universitario– antes de poder comenzar a trabajar y vivir en el mundo es uno de los absurdos de nuestra era. Si abolimos las leyes de escolaridad compulsiva y les devolvemos a los niños su libertad intelectual, volveremos a ser una nación de gente mucho más productiva, interesada, creativa y feliz.

Muchos opositores prudentes de la Nueva Izquierda y la Rebelión de la Juventud han hecho notar que gran parte del descontento de los jóvenes y su divorcio de la realidad se debe al período cada vez más largo durante el cual deben permanecer en la escuela, como envueltos en un capullo, dependientes e irresponsables. Perfectamente, pero ¿cuál es la razón principal para que este capullo protector dure cada vez más? Sin duda alguna, todo el sistema, y en particular las leyes de escolaridad compulsiva, según las cuales todos deben ir a la escuela en forma perpetua –primero a la escuela secundaria, después a la universidad, y luego a obtener un doctorado–. Esta compulsión hacia la educación masiva es lo que crea tanto el descontento como un constante resguardo del “mundo real”. En ninguna otra nación y en ninguna otra época ha existido semejante manía por la instrucción escolar masiva.

Debe destacarse que la antigua derecha libertaria y la Nueva Izquierda, desde perspectivas muy diferentes y utilizando retóricas muy distintas, tuvieron una percepción similar de la naturaleza despótica de la escolaridad masiva. Así, Albert Jay Nock, el gran teórico individualista de las décadas de 1920 y 1930, denunció al sistema educativo por obligar a asistir a las escuelas a masas “ineducables” debido a una vana creencia igualitaria según la cual todos los niños tienen la misma capacidad de aprendizaje. En lugar de permitir que asistan a la escuela aquellos que tienen la aptitud y la habilidad necesarias, se obliga a hacerlo a todos, supuestamente por su propio bien; el resultado de esto es que se produce una deformación en las vidas de quienes no tienen capacidad para estudiar, y los verdaderamente dotados se ven privados de una instrucción apropiada. Nock también hace una crítica perspicaz de los conservadores que atacan a la “educación progresista” por diluir los estándares educacionales al dar clases de conducción de automóviles, de cestería, o aun del modo de elegir a un dentista. Señala que si se obliga a ir al colegio a un sinnúmero de niños que no pueden asimilar la educación clásica, entonces hay que desviar la educación hacia el entrenamiento vocacional, es decir, aquello que es adecuado para la mayoría de las personas. El error fatal no es la educación progresista, sino la tendencia hacia la instrucción escolar universal, ante la cual el progresismo parece ser una respuesta provisional.

Por su parte, críticos de la Nueva Izquierda como John McDermott y Paul Goodman acusan a la clase media de obligar a los hijos de la clase trabajadora, muchos de los cuales tienen valores y aptitudes completamente diferentes, a ingresar a un sistema de educación pública diseñado para introducirlos en un molde de clase media. Lo que debe quedar claro es que, sea que uno se incline por una clase o por otra, por un ideal educacional o por otro, la sustancia de la crítica en general es la misma: que se está forzando a un sinnúmero de niños a asistir a una institución para la cual carecen de aptitud o que no les interesa.

De hecho, si se investiga hasta sus orígenes la historia del avance hacia la instrucción pública y la asistencia obligatoria a la escuela en los Estados Unidos y en otros países, lo que se encuentra no es tanto un altruismo mal encaminado sino más bien un esquema consciente para introducir a la masa de la población dentro del molde que le convenía a la clase dirigente. Era preciso que las minorías recalcitrantes se ajustaran a un modelo mayoritario; las virtudes cívicas debían enseñarse a todos los ciudadanos, y entre ellas se incluía, siempre y en forma notable, la obediencia hacia el aparato estatal. En realidad, puesto que la masa de la población debía ser educada en escuelas gubernamentales, ¿cómo éstas no habrían de convertirse en un poderoso instrumento para inculcar la obediencia a las autoridades estatales? Martín Lutero, líder en el primer avance de la modernidad hacia la educación estatal obligatoria, se pronunció así en su famosa carta a los gobernantes de Alemania en 1524:

Estimados gobernantes: […] Sostengo que las autoridades civiles tienen el deber de exigir a la gente que envíe a sus hijos a la escuela […]. Si el gobierno puede obligar a los ciudadanos aptos para el servicio militar a cargar lanza y arcabuz, a escalar murallas y a cumplir con otros deberes militares en tiempos de guerra, cuánto más tiene el derecho de hacer que la gente envíe a sus hijos a la escuela, porque en este caso estamos luchando contra el demonio, cuyo propósito es empobrecer secretamente a nuestras ciudades y principados […].

De modo que, para Lutero, las escuelas estatales debían ser una parte indispensable de la guerra contra el “demonio”, o sea, contra los católicos, judíos, infieles y otras sectas protestantes competidoras. Un admirador moderno de Lutero y de la educación obligatoria destacó que “el valor permanente y positivo del pronunciamiento de Lutero en 1524 radica […] en las sagradas asociaciones que estableció para la Alemania protestante entre la religión nacional y los deberes educacionales del individuo y el Estado. Así, indudablemente, se creó esa saludable opinión pública que hizo que el principio de asistencia escolar obligatoria fuera aceptado fácilmente en Prusia en una época muy anterior a lo que lo fue en Inglaterra”.

El otro gran fundador del protestantismo, Juan Calvino, no demostró menos celo en cuanto a fomentar la instrucción pública masiva, y por razones similares. En consecuencia, no es sorprendente que los primeros en establecer la educación obligatoria en los Estados Unidos, en la Bahía de Massachusetts, fueran los puritanos calvinistas, quienes ansiaban implantar una teocracia calvinista absolutista en el Nuevo Mundo. En junio de 1642, sólo un año después de la promulgación de su primer cuerpo de leyes, la colonia de la Bahía de Massachusetts instauró el primer sistema de educación obligatoria en el mundo angloparlante. La ley declaraba:

Dado que la buena educación de los niños es de singular provecho y beneficio para cualquier comunidad, y considerando que muchos padres y tutores son demasiado indulgentes y negligentes en cuanto a cumplir un deber de esa clase, se ordena que los hombres elegidos de cada pueblo […] tengan un ojo vigilante sobre sus vecinos, para ver primero que ninguno de ellos sufra semejante incultura en su familia, de no esforzarse en enseñar, por sí mismos o por otros, a sus hijos y aprendices […].

Cinco años más tarde, la Bahía de Massachusetts acató esta ley estableciendo escuelas públicas.

Así, desde los comienzos de la historia de los Estados Unidos, el principal impulso de la tendencia hacia la educación pública fue el propósito de moldear, instruir e infundir respeto a la masa de la población. En los días de la colonia, la educación pública era utilizada como recurso para suprimir el disenso religioso, así como para inculcar a sirvientes indóciles las virtudes de la obediencia hacia el Estado. Resulta típico, por ejemplo, que durante la represión hacia los cuáqueros, Massachusetts y Connecticut prohibieran a la secta despreciada establecer sus propios colegios. Y Connecticut, en un intento vano por suprimir el movimiento “Nueva Luz”, en 1742 prohibió a esa secta que estableciera cualquiera de sus escuelas. Si así no fuera, razonaban las autoridades, los miembros de Nueva Luz “podrían tender a instruir a la juventud en principios y prácticas enfermas, e introducir tales desórdenes que podrían resultar de consecuencias fatales para la paz y el bienestar de esta colonia”. No puede considerarse una coincidencia que la única colonia verdaderamente libre en Nueva Inglaterra –Rhode Island– fuera también la única que no implantó la educación pública.

La motivación para la instrucción pública y obligatoria después de la Independencia difería muy poco en lo esencial. Así, Archibald D. Murphey, el padre del sistema escolar público en Carolina del Norte, convocó así a esas escuelas:

[…] a todos los chicos se les enseñará en ellas […]. En estas escuelas deberían inculcarse los preceptos de moral y religión, y formar los hábitos de subordinación y obediencia […]. Sus padres no saben cómo instruirlos […]. El Estado, con la calidez de su afecto y la solicitud por su bienestar, debe hacerse cargo de esos niños y ubicarlos en escuelas donde sus mentes sean iluminadas y sus corazones puedan ser formados en la virtud.

Uno de los objetivos más comunes de la educación pública obligatoria ha sido oprimir y debilitar a las etnias nacionales y a las minorías lingüísticas, o a los pueblos colonizados, con el propósito de obligarlos a abandonar su propia lengua y su cultura para que adoptaran las de los grupos gobernantes. Los ingleses en Irlanda y en Québec, y todas las naciones en Europa Central y Oriental, y en Asia, coaccionaron a sus minorías nacionales en escuelas públicas organizadas por sus clases dirigentes. Uno de los estímulos más potentes para el descontento y la rebelión de los pueblos oprimidos fue el deseo de rescatar su lengua y su herencia del arma de las escuelas públicas, esgrimida por sus opresores. Así, Ludwig von Mises, el liberal del laissez-faire, escribió que, “en países donde las lenguas están mezcladas, […] la adhesión continua a una política de educación obligatoria es absolutamente incompatible con los esfuerzos por establecer una paz duradera […]”.

La cuestión de qué lengua debe constituir la base de la educación asume una importancia crucial. Una decisión hacia un lado u otro puede, con los años, determinar la nacionalidad de toda la región. La escuela puede alienar a los niños de la nacionalidad a la cual pertenecieron sus padres y constituirse en un medio para oprimir a pueblos enteros. Quienquiera que controle las escuelas tiene el poder de dañar a otras nacionalidades y beneficiar a la propia.

Más aun, Mises destaca que la coerción inherente al gobierno ejercido por una nacionalidad hace que sea imposible resolver el problema permitiendo formalmente que cada padre envíe a sus hijos a una escuela donde se emplee la lengua de su país de origen.

Por lo general no es posible que un individuo –sean cuales fueren sus medios de vida–declare abiertamente a favor de una u otra nacionalidad. En un sistema intervencionista, si lo hace puede perder a los clientes de otras nacionalidades o bien perder su empleo si el empresario tiene una nacionalidad diferente […]. Si se deja a los padres la elección de la escuela a la cual ellos desean enviar a sus hijos, se los expone a todas las formas concebibles de coerción política. En todas las áreas donde hay mezcla de nacionalidades, la escuela es un premio político de suprema importancia. No se la puede privar de su carácter político en tanto sea una institución pública y obligatoria. De hecho, sólo hay una solución: el Estado, el gobierno, las leyes no deben intervenir de ninguna manera en la instrucción o educación. Los fondos públicos no deben ser utilizados para esos propósitos. La educación de la juventud debe ser dejada enteramente a los padres y a las asociaciones e instituciones privadas.

En realidad, una de las principales motivaciones de la legión de “reformadores educacionales” de los Estados Unidos de mediados del siglo xix que establecieron el moderno sistema de educación pública fue precisamente utilizarlo para que las oleadas de inmigrantes que llegaban al país fueran perdiendo su lengua y su cultura originales y llegaran a constituir, como lo declaró el reformador educacional Samuel Lewis, “un pueblo”. Lo que más impulsó la “reforma” educacional fue el deseo de la mayoría anglosajona de someter, encauzar y reestructurar a los inmigrantes, y en particular, destruir el sistema escolar parroquial de los católicos. Los críticos de la Nueva Izquierda, que perciben el rol que desempeñan hoy en día las escuelas públicas en cuanto a deformar y moldear las mentes de los niños de los guetos, simplemente están captando algo que es la encarnación actual de un objetivo educacional largamente acariciado por las clases dirigentes –los Horace Mann y los Henry Barnard y los Calvin Stowe–. Fueron Mann y Barnard, por ejemplo, quienes instaron a emplear las escuelas públicas para el adoctrinamiento contra el “gobierno de las masas”, del movimiento jacksoniano. Y Stowe, autor de un admirable tratado sobre el sistema prusiano de educación pública obligatoria originalmente inspirado por Martín Lutero, escribió sobre las escuelas en términos inconfundiblemente luteranos y militares:

Si el interés en la seguridad pública le da derecho al gobierno a obligar a los ciudadanos a cumplir con su deber militar cuando el país es invadido, la misma razón lo autoriza a exigirles que eduquen a sus hijos […]. Un hombre no tiene más derecho de poner en peligro al Estado arrojando sobre él la carga de sus hijos ignorantes y viciosos, que el que tiene de admitir a los espías de un ejército invasor.

Cuarenta años más tarde, Newton Bateman, un líder de la educación, habló del “derecho de dominio eminente” del Estado sobre las “mentes, almas y cuerpos” de los hijos de la nación: La educación, afirmó, “no puede ser dejada a los caprichos y contingencias de los individuos […]”.

El intento más ambicioso de los partidarios de la instrucción pública obligatoria para llevar al máximo su control sobre los niños tuvo lugar en Oregón a principios de la década de 1920. El estado de Oregón, no conforme siquiera con las escuelas privadas certificadas por el Estado, aprobó el 7 de noviembre de 1922 una ley por la cual se proscribían las escuelas privadas y se obligaba a todos los niños a asistir a escuelas públicas. De este modo alcanzaba su culminación el sueño de los educacionistas. Por fin todos los chicos serían introducidos dentro del molde “democratizante” de la educación uniforme impartida por las autoridades estatales. Afortunadamente, la ley fue declarada inconstitucional por la Suprema Corte de los Estados Unidos en 1925 (Pierce vs. Society of Sisters, 1 de junio de 1925). La Corte declaró que “el niño no es una mera criatura del Estado”, y afirmó que la ley de Oregón se hallaba en oposición a la “fundamental teoría de la libertad sobre la cual se basan todos los gobiernos en esta Unión”. Los fanáticos de la escuela pública jamás volvieron a atreverse a llegar tan lejos. Pero es ilustrativo darse cuenta de cuáles eran las fuerzas que intentaron proscribir totalmente la educación privada competitiva en el estado de Oregon. Las puntas de lanza de la ley no eran, como podría esperarse, educadores o intelectuales socialdemócratas o progresistas, sino el Ku Klux Klan, entonces poderoso en los estados del norte, que aspiraba a destruir el sistema educativo parroquial católico y obligar a todos los católicos e hijos de inmigrantes a asistir a escuelas públicas que les inculcaran por la fuerza un neo-protestantismo y una “americanización”. Es interesante destacar que el Klan opinaba que esa ley era necesaria para “preservar las instituciones libres”. Es interesante meditar sobre el hecho de que el sistema de educación pública “progresista” y “democrático” del que se hacía tanto alarde tenía entre sus más ardientes defensores a los subgrupos más intolerantes de la vida estadounidense, ansiosos por eliminar la diversidad y la variedad en los Estados Unidos.

¿Uniformidad o Diversidad?

Si bien los actuales educacionistas no llegan tan lejos como el Ku Klux Klan, es importante darse cuenta de que la misma naturaleza de la instrucción pública requiere la imposición de la uniformidad y la eliminación de la diversidad y la individualidad en la educación, dado que es inherente a toda burocracia gubernamental ajustarse a un conjunto de reglas e imponerlas de manera uniforme y autoritaria. Si no fuera así, y el burócrata decidiera sobre los casos individuales ad hoc, se lo acusaría, con justo derecho, de no tratar a cada contribuyente y ciudadano de manera igual y uniforme. Sería acusado de discriminación y de brindar privilegios especiales. Además, desde el punto de vista administrativo es más conveniente para el burócrata establecer reglas uniformes en toda su jurisdicción. A diferencia de la empresa privada, cuya finalidad es obtener ganancias, a la burocracia gubernamental no le interesa ser eficiente ni servir a sus clientes lo mejor posible. Al no tener fines de lucro, y a salvo de la posibilidad de sufrir pérdidas, el burócrata puede descuidar, y de hecho lo hace, los deseos y demandas de sus consumidores-clientes. Su interés principal es “no hacer olas”, y esto lo logra aplicando equitativamente un conjunto de reglas uniforme, no importa lo inaplicable que pueda ser en cualquier caso puntual.

El burócrata de la escuela pública, por su parte, se enfrenta con cierto número de decisiones cruciales y controvertidas para determinar los parámetros de la educación formal en su área. Debe decidir, por ejemplo: ¿La educación debería ser tradicional o progresista? ¿De libre empresa o socialista? ¿Competitiva o igualitaria? ¿Humanista o vocacional? ¿Segregada o integrada? ¿Debe incluir educación sexual o no? ¿Religiosa o laica? O con alternativas diversas entre estos polos. La cuestión es que, sea lo que fuere que decida, y aun si su decisión se adecua a los deseos de la mayoría del público, siempre habrá un número sustancial de padres y niños que serán privados en forma absoluta del tipo de educación que desean. Si la decisión es favorable a la disciplina tradicional en las escuelas, los padres de ideas más progresistas saldrán perdiendo, y viceversa; lo mismo sucede con todas las demás decisiones críticas. Cuanto más pública se torna la educación, más se privará a padres e hijos de la educación que, en su concepto, necesitan, y la uniformidad impuesta con mano de hierro eliminará las necesidades y deseos de los individuos y las minorías.
En consecuencia, cuanto mayor sea la esfera de la educación pública en comparación con la privada, mayores serán el alcance y la intensidad del conflicto en la vida social, dado que si una agencia gubernamental debe tomar la decisión acerca de si la enseñanza tiene que ser tradicional o progresista, integrada o segregada, si se debe impartir educación sexual o no, etc., entonces resulta sumamente importante obtener el control del gobierno e impedir que los adversarios tomen el poder. Por ende, tanto en educación como en todas las demás actividades, cuantas más decisiones gubernamentales reemplacen la toma de decisiones privadas, más numerosos serán los diferentes grupos que se enfrenten mutuamente, en una carrera desesperada para que todas y cada una de las decisiones en cada área se tomen según sus deseos.

Comparemos la privación y el intenso conflicto social que son inherentes a la toma de decisiones gubernamentales con la situación en un mercado libre. Si la educación fuera estrictamente privada, todos y cada uno de los grupos de padres podrían patrocinar el estilo de escuela que prefieren. Surgiría un gran número de escuelas diversas para satisfacer las distintas demandas educativas de padres e hijos. Algunas serían tradicionales, otras progresistas, y entre ambos extremos habría toda una gama de posibilidades: algunas escuelas experimentarían con una educación igualitaria y sin poner calificaciones; otras pondrían el énfasis en el riguroso aprendizaje de materias y en la calificación competitiva; habría colegios laicos y otros pertenecientes a los distintos credos religiosos; algunas escuelas serían libertarias y harían hincapié en las virtudes de la libre empresa, mientras que otras predicarían las diversas formas de socialismo.

Consideremos, por ejemplo, la estructura de la industria editorial actual, tanto de revistas como de libros, teniendo en cuenta que estas publicaciones son en sí mismas una forma importante de educación. El mercado de revistas, que es bastante libre, contiene todo tipo de publicaciones periódicas para satisfacer una amplia variedad de gustos y demandas de los consumidores: revistas de información general, que circulan a nivel nacional; periódicos socialdemócratas, conservadores, y de las más diversas ideologías; publicaciones académicas especializadas; y un sinnúmero de revistas dedicadas a intereses especiales y a distintos pasatiempos, como bridge, ajedrez, audio, etc. Una estructura similar aparece en el libre mercado de libros: hay libros de amplia circulación, libros para mercados especializados, libros de las más diversas ideologías. Si se derogara la educación pública, paralelamente al libre mercado, variado y diverso, de las revistas y libros, surgiría un “mercado de escuelas” que funcionaría de manera similar. En contraste, si hubiese sólo una revista para cada ciudad o estado, pensemos en los conflictos que se producirían: ¿la revista debería ser conservadora, liberal o socialista?, ¿cuánto espacio debería dedicar a la ficción, al bridge, etc.? Las presiones y las disputas serían intensas, y no podría haber una resolución satisfactoria, dado que cualquier decisión privaría a innumerables cantidades de personas de lo que quieren y requieren. Por lo tanto, lo que piden los libertarios no es tan exagerado como podría parecer a primera vista; reclaman un sistema educativo tan libre y variado como la mayoría de los demás medios educativos de hoy. Volvamos a centrarnos en otros medios educacionales. ¿Qué pensaríamos, entonces, si el gobierno, federal o estatal, propusiera utilizar el dinero de los contribuyentes para crear una cadena nacional de revistas o diarios públicos, y luego obligar a todos, o a los niños, a leerlos? Más aun, ¿qué pensaríamos si proscribiera todos los demás diarios y revistas, o al menos aquellos que no se ajustan a ciertos “estándares” determinados por una comisión gubernamental acerca de lo que los niños deberían leer? Sin duda, una propuesta semejante horrorizaría a todos los ciudadanos, y no obstante éste es precisamente el tipo de régimen que el gobierno ha establecido con las escuelas. Una prensa pública coaccionada a tal extremo sería considerada con justicia como una invasión a la libertad de prensa básica. ¿La libertad educacional no es por lo menos tan importante como la libertad de prensa? ¿No son ambas medios vitales para la información y educación pública, para la libre indagación y búsqueda de la verdad? De hecho, la supresión de la instrucción libre debería suscitar mayor horror que la supresión de la prensa libre, dado que aquí las mentes inmaduras de los niños están involucradas en forma más directa.

Resulta curioso que al menos algunos defensores de la escuela pública hayan reconocido la analogía entre la educación y la prensa, y hayan aplicado su lógica a esta última área. Así, en las décadas de 1780 y 1790 tuvo gran importancia en la política de Boston un grupo federalista de primer orden, la “Facción de Essex”, formado por comerciantes y abogados destacados oriundos del condado de Essex, Massachusetts. Los hombres de Essex deseaban la implantación de un sistema de instrucción pública de amplio alcance para enseñar a la juventud “la subordinación adecuada”. Uno de los integrantes del grupo, Stephen Higginson, declaró francamente que “hay que enseñarle a la gente a confiar en sus gobernantes y a venerarlos”. Otro líder del grupo, el comerciante y teórico Jonathan Jackson, consideró, con total coherencia, que los diarios eran una forma tan importante de educación como la instrucción formal; acusó a la prensa libre de ponerse necesariamente al servicio de sus lectores y abogó por la existencia de periódicos de propiedad estatal que fueran independientes de sus lectores y, por lo tanto, pudieran inculcar las virtudes apropiadas a la ciudadanía.

El profesor E. G. West ofreció también una ilustrativa analogía entre la provisión de educación y la de alimento, sin duda una industria que tiene al menos la misma importancia para los niños que para los adultos. West sostiene:

Proteger a un niño contra el hambre y la desnutrición probablemente es tan importante como preservarlo de la ignorancia. Sin embargo, es difícil concebir que un gobierno, deseoso de procurar a los niños los niveles mínimos de alimentación y vestimenta, promulgara leyes de alimentación obligatoria y universal, o instrumentara un aumento de impuestos o de aranceles para proveerles alimento “gratuito” en cocinas o establecimientos de propiedad de las autoridades locales. Es aun más difícil imaginar que la mayoría de las personas aceptaría este sistema sin cuestionamientos, especialmente allí donde se lo desarrollara hasta tal punto que por “razones administrativas” los padres fueran asignados a los comercios que estuviesen más cerca de sus hogares […]. Pero por más extrañas que puedan parecer estas hipotéticas medidas al aplicarlas a la provisión de alimento y vestimenta son, sin embargo, típicas en […] la educación estatal […].

Varios pensadores de ambos extremos del espectro libertario, “izquierda” y “derecha”, han realizado acerbas críticas sobre la naturaleza totalitaria de la educación pública obligatoria. Por ejemplo, el libertario de izquierda británico Herbert Read dice:

La humanidad está naturalmente diferenciada en diversos tipos, y tratar de que todos se ajusten al mismo molde lleva de modo inevitable a distorsiones y represiones. Debería haber escuelas de varias clases, con métodos distintos y enseñanza adecuada para desarrollar diferentes aptitudes. Aunque podría argumentarse que incluso un Estado totalitario debería reconocer este principio, lo cierto es que la diferenciación es un proceso orgánico, a saber, asociaciones espontáneas y cambiantes de individuos para propósitos particulares […]. Toda la estructura de la educación como proceso natural que hemos visualizado se derrumba si intentamos hacer esa estructura […] artificial.

Y el gran filósofo individualista inglés de fines del siglo xix Herbert Spencer preguntó:

¿Qué quiere decir que el gobierno debería educar al pueblo? ¿Por qué debería ser educado? ¿Para qué sirve la educación? Sin duda, para preparar a las personas para la vida social –¿hacer de ellas buenos ciudadanos?–. ¿Y quién determinará qué es un buen ciudadano? El gobierno: no hay otro juez. ¿Y quién dirá cómo se pueden formar estos buenos ciudadanos? Nuevamente, sólo el gobierno. Por lo tanto, la proposición puede enunciarse así: un gobierno debería moldear a los niños para que fueran buenos ciudadanos […]. Primero debe formarse una concepción definida de lo que es un ciudadano modelo, y una vez hecho esto, tiene que elaborar el sistema disciplinario que considere más adecuado para producir ciudadanos según ese modelo e imponerlo en forma absolutamente obligatoria; de otro modo permitiría a los hombres ser diferentes de lo que deberían ser según su juicio, y por lo tanto fracasaría en ese deber que tiene que cumplir.

Isabel Paterson, una autora individualista del siglo xx, declaró:

Los textos educacionales son necesariamente selectivos, en cuanto a la materia, el lenguaje y el punto de vista. Allí donde la enseñanza sea impartida por escuelas privadas, habrá una considerable variación entre las diferentes escuelas; los padres deberán juzgar lo que quieren que se les enseñe a sus hijos, mediante el plan de estudios ofrecido […]. No existirá incentivo alguno para enseñar “la supremacía del Estado como filosofía obligatoria”. Pero todo sistema educativo políticamente controlado inculcará tarde o temprano la doctrina de la supremacía del Estado, sea como el derecho divino de los reyes o como la “voluntad del pueblo” en la “democracia”. Una vez que esa doctrina ha sido aceptada, se convierte en una tarea casi sobrehumana quebrantar el dominio total del poder político sobre la vida del ciudadano, porque ha tenido su cuerpo, su propiedad y su mente bajo sus garras desde la infancia. Un pulpo liberaría más pronto a su presa.

Un sistema educativo obligatorio, financiado mediante impuestos, es el modelo completo del Estado totalitario.

Tal como lo señaló E. G. West, la conveniencia burocrática condujo invariablemente a que los Estados determinaran distritos geográficos para la educación pública, con una escuela en cada uno, y cada niño debe asistir a clase en el distrito más cercano a su residencia. Mientras que en un mercado libre de educación privada la mayoría de los niños indudablemente concurrirían a las escuelas cercanas a sus hogares, el sistema actual impone el monopolio de una escuela por distrito, y así establece en forma coercitiva la uniformidad en cada región. Los niños que, por cualquier razón, prefieren asistir a una escuela en otro distrito tienen prohibido hacerlo. El resultado es la homogeneidad geográfica obtenida por la fuerza, y también implica que el carácter de cada escuela es completamente dependiente del barrio en que se encuentra. Por lo tanto, es inevitable que las escuelas públicas, en lugar de ser totalmente uniformes, lo sean dentro de cada distrito, y la composición del alumnado, el financiamiento de cada escuela y la calidad de la educación dependerán de los valores, la riqueza y la base impositiva de cada área geográfica. Necesariamente, entonces, los distritos escolares con mayores recursos tendrán una educación más cara y de calidad superior, salarios elevados para los maestros y condiciones laborales más convenientes que los distritos más pobres. Los maestros considerarán las mejores escuelas como los lugares más importantes desde el punto de vista de la enseñanza, y los mejores maestros gravitarán hacia los distritos escolares adinerados, mientras que los más mediocres se mantendrán en las áreas de menores ingresos. Por ende, el funcionamiento de las escuelas públicas de distrito inevitablemente tiene como consecuencia la negación del mismísimo objetivo igualitario que, según se supone, debe ser la meta principal del sistema de educación pública.

Además, si en las áreas residenciales impera la segregación racial, como suele suceder, lo mismo ocurrirá en las escuelas públicas, como resultado de un monopolio geográfico obligatorio. Los padres que prefieren una instrucción integrada tienen que enfrentarse con el sistema de monopolio geográfico. Más aun, tal como dijo un bromista, en la actualidad “todo lo que no está prohibido es obligatorio”; así, recientemente la burocracia educacional ha instituido el transporte diario de escolares a otro distrito para evitar la segregación racial, pero no se trata de un traslado voluntario, cuyo objeto es aumentar la prudencia de los padres; por el contrario, se ha dado un viraje en dirección opuesta y se ha instituido ese transporte en forma obligatoria, procurando lograr una integración racial coercitiva de las escuelas; por lo general, la consecuencia ha sido un absurdo traslado de los niños a lugares alejados de sus casas. Se repite el típico esquema gubernamental: segregación obligatoria o integración obligatoria. La forma voluntaria –dejar que los padres, individualmente, tomen las decisiones– va contra la propia naturaleza de cualquier burocracia estatal.

Resulta curioso que a los recientes movimientos a favor de un control de la educación pública local por parte de los padres se los haya considerado a veces de “extrema derecha” y otras, de “extrema izquierda”, cuando en uno y otro caso la motivación libertaria ha sido precisamente la misma. Así, cuando los padres se opusieron al traslado compulsivo de sus hijos a escuelas distantes, la dirigencia educativa condenó a esos movimientos como “intolerantes” y “de derecha”. Pero cuando, de manera similar, los padres de raza negra –como en el caso de Ocean Hill-Brownsville, en la ciudad de Nueva York– demandaron un control local del sistema educativo, esta iniciativa fue llamada de “extrema izquierda” y “nihilista”. Algo muy notable es que en ambos casos los padres desconocían su deseo común de ejercer un control local, y cada grupo condenó la “intolerancia” o la “militancia” del otro. Lo trágico es que ni los grupos locales blancos ni los negros reconocieron su causa común contra la clase dirigente educacional: contra el control dictatorial de la educación de sus hijos por una burocracia que intenta inculcarles por la fuerza una forma de instrucción que, según esta burocracia, debe ser impuesta a las masas recalcitrantes. Una de las tareas cruciales de los libertarios es esclarecer la causa común de todos los grupos de padres contra la tiranía educacional del Estado. Por supuesto, también es preciso señalar que los padres nunca podrán liberarse de la injerencia del Estado en la educación hasta que el sistema de instrucción pública sea totalmente abolido y la educación vuelva a ser libre.

La institución de distritos educacionales por parte del sistema de instrucción pública también tuvo como resultado un modelo obligatorio de segregación residencial, de ingreso y en consecuencia, de raza, a lo largo del país y sobre todo en los suburbios. Como se sabe, a partir de la Segunda Guerra Mundial se produjo en los Estados Unidos una expansión de la población, no dentro de las ciudades centrales sino en las áreas suburbanas de los alrededores. A medida que los suburbios se fueron poblando con familias recién constituidas, los presupuestos locales debieron soportar la carga onerosa y creciente de las escuelas públicas, que debían dar lugar a una población joven con una proporción relativamente alta de niños per cápita. Esas escuelas eran invariablemente financiadas por un creciente impuesto sobre la propiedad, que grava en gran medida a las residencias suburbanas. Esto significa que, cuanto más ricas fueran las familias que vivían en los suburbios, y cuanto más caras fueran sus viviendas, mayor debía ser su contribución para las escuelas locales. Por esta razón, a medida que la carga de los impuestos destinados a mantener las escuelas aumentaba en forma constante, los habitantes de los suburbios intentaban desesperadamente incentivar el establecimiento de residentes adinerados, y por ende de viviendas caras, y desalentar el de ciudadanos más pobres. En resumen, el precio de una casa alcanza un punto crítico, más allá del cual una nueva familia en una nueva casa pagará en sus impuestos a la propiedad una cantidad mayor que la necesaria para la educación de sus hijos. Las familias cuyos hogares se encuentran por debajo de ese nivel de costo no pagarán lo suficiente en impuestos a la propiedad para financiar la educación de sus hijos, y por ende arrojarán una mayor carga impositiva sobre los residentes suburbanos. En vista de esto, en los suburbios generalmente se adoptaron rigurosas leyes de zonificación que prohíben la construcción de casas por debajo del nivel de costo mínimo, y por lo tanto excluyen a los ciudadanos más pobres. Dado que la proporción de negros pobres es mucho mayor que la de blancos pobres, esto también les impide el traslado a los suburbios. Además, en los últimos años ha habido una tendencia creciente a la radicación en los suburbios de empleos e industrias que abandonan el centro de las ciudades, lo cual tiene como consecuencia un aumento del desempleo para los negros. La abolición de las escuelas públicas, y por lo tanto del vínculo entre la carga tributaria destinada a las escuelas y el impuesto a la propiedad, permitiría avanzar hacia la eliminación de restricciones de zonificación y los suburbios dejarían de ser una reserva exclusiva de la clase media blanca.

Cargas y Subsidios

La misma existencia del sistema de educación pública, además, involucra una compleja red de subsidios y contribuciones difíciles de justificar sobre cualquier base ética. En primer lugar, las escuelas públicas obligan a los padres que desean enviar a sus hijos a escuelas privadas a cargar un doble peso: deben subsidiar forzosamente a los estudiantes de las escuelas públicas y también tienen que pagar por la educación de sus hijos. Sólo el evidente fracaso de la educación pública en las grandes ciudades mantuvo en ellas un floreciente sistema de educación privada; en la enseñanza superior, donde el fracaso no ha sido tan rotundo, las universidades privadas están quedando rápidamente fuera de la competencia debido a que las matrículas de los establecimientos públicos están subsidiadas mediante impuestos y los altos salarios se financian de la misma manera. En forma similar, y dado que las escuelas públicas deben ser constitucionalmente no confesionales, esto significa que los padres que son religiosos se ven obligados a subsidiar a las escuelas públicas laicas. La “separación de la Iglesia y el Estado” es un principio noble –y forma parte de la concepción libertaria de separar todo del Estado–, por lo cual resulta obvio que forzar a las personas que practican una religión a subsidiar a las que no lo hacen mediante la coerción del Estado, es avanzar demasiado lejos en la dirección opuesta.

La existencia de la escuela pública también significa que las parejas solteras y sin hijos están obligadas a subsidiar a las familias con hijos. ¿Cuál es el principio ético en este caso? Y ahora que se tiende a no aumentar el crecimiento de la población, consideremos la anomalía de que los socialdemócratas que adhieren a esta limitación de la población defiendan un sistema de educación pública que no sólo subsidia a familias con hijos, sino que lo hace en proporción al número de hijos que tienen. No es necesario estar de acuerdo con la actual histeria en contra del aumento de la población en todas sus dimensiones para cuestionar el criterio de la acción gubernamental por la cual se subsidia deliberadamente el número de hijos por familia. Esto significa, también, que a los solteros pobres y a las parejas pobres sin hijos se les impone que subsidien a las familias ricas con hijos. ¿Tiene esto algún sentido ético?

Recientemente, las fuerzas de la escuela pública han promulgado la doctrina de que “todo niño tiene derecho a una educación”, y por lo tanto los contribuyentes deberían ser obligados a otorgar ese derecho. Pero esta doctrina malinterpreta por completo el concepto de “derecho”, que, desde el punto de vista filosófico, debe ser algo inherente a la naturaleza del hombre y de la realidad, algo que puede ser preservado y mantenido en todo momento y en cualquier época. El “derecho” a la propiedad de uno mismo, el derecho a defender la propia vida y la propiedad, es obviamente esa clase de derecho: puede aplicarse al hombre de Neandertal, en la moderna Calcuta o en los Estados Unidos contemporáneos. Es independiente del tiempo y el espacio. Pero un “derecho al trabajo” o a “tres comidas diarias” o a “doce años de instrucción” no puede garantizarse de la misma manera. Supongamos que esas cosas no pudiesen existir, como ocurría en la prehistoria o sucede en la Calcuta moderna. Un “derecho” que sólo puede satisfacerse en las condiciones industriales contemporáneas no es un derecho natural humano. Más aun, el “derecho” libertario a la propiedad de uno mismo no requiere que se coaccione a un grupo de personas para proveer ese “derecho” a otro grupo. Todo hombre puede disfrutar de él, sin ejercer coerción sobre nadie. Pero el “derecho” a la educación, al trabajo, a tres comidas diarias, etc., no es propio de la naturaleza humana sino que, para ser cumplido, necesita de la existencia de un grupo de personas explotadas a las que se obliga a proveerlo.

Además, todo el concepto de un “derecho a la educación” debería siempre ser situado en el contexto de que la instrucción formal sólo es una pequeña fracción de la educación en la vida de cualquier persona. Si todos los niños tienen realmente un “derecho” a la educación, entonces, ¿por qué no un “derecho” a leer diarios y revistas, y en ese caso, por qué el gobierno no debería cobrar impuestos a todos para proporcionar revistas públicas gratuitas a todo aquel que desee obtenerlas?

El profesor Milton Friedman, un economista de la Universidad de Chicago, realizó una importante tarea al desglosar las diversas sumas de dinero de varios aspectos de los subsidios gubernamentales, tanto en educación como en otras áreas. Si bien Friedman lamentablemente acepta la postura de que a todo niño se le debería proporcionar una educación provista por los contribuyentes, señala la incongruencia de utilizar esto como argumento para las escuelas públicas: ¡Es bastante factible que el contribuyente subsidie la educación de todos los niños sin que exista ninguna escuela pública! Según el ahora famoso “plan de vouchers (vales)” de Friedman, el gobierno le daría a cada padre un voucher que le permitiría pagar una parte de la matrícula por cada niño en cualquier escuela de su elección. Si bien con el plan de vouchers continuaría el suministro de educación para todos los niños financiada mediante impuestos, posibilitaría la derogación de la enorme burocracia pública educacional, monopólica, ineficiente y dictatorial. Un padre podría entonces enviar a su hijo a la escuela privada que prefiriera, y su posibilidad de elección se ampliaría al máximo. El niño podría entonces asistir a cualquier tipo de escuela –progresista o tradicional, confesional o laica, de libre empresa o socialista–, según el criterio de sus padres. El subsidio monetario gubernamental estaría entonces completamente separado del actual sistema de educación pública.

Si bien el plan de Friedman constituiría una importante mejora con respecto al sistema actual al permitir un mayor grado de decisión por parte de los padres y hacer posible la derogación del sistema de educación pública, desde el punto de vista de los libertarios aún subsisten graves problemas. En primer lugar, la inmoralidad del subsidio coercitivo para la educación continuaría en vigencia. Segundo, resulta inevitable que el poder de subsidiar traiga aparejado el de regular y controlar: el gobierno no otorgará vouchers para cualquier tipo de instrucción. Como es obvio, sólo pagará de esta manera a las escuelas privadas certificadas como correctas y apropiadas para el Estado, lo cual significa un detallado control de esos establecimientos por parte del gobierno: control sobre sus planes de estudios, métodos, forma de financiamiento, etc. El dominio del Estado sobre las escuelas privadas, a través de su poder para certificarlas o no, y por ende para entregar vouchers, sería aun mayor que ahora.

Desde el caso de Oregón, los defensores de la educación pública nunca han ido tan lejos como para abolir las escuelas privadas, pero éstas continúan estando reguladas y limitadas de varias maneras. Cada estado, por ejemplo, dispone que todos los niños deben ser educados en las escuelas que certifica, lo cual nuevamente obliga a estos establecimientos a ajustarse a un molde curricular determinado por el gobierno. Para satisfacer los requisitos de la certificación, las escuelas privadas tienen que cumplir toda clase de regulaciones costosas e inútiles, y esto se hace extensivo a los maestros, que por lo general se ven obligados a hacer cierto número de cursos de “educación” carentes de sentido antes de que se los juzgue aptos para enseñar. En la actualidad muchas buenas escuelas privadas funcionan técnicamente en forma “ilegal”, por haberse negado a cumplimentar los requerimientos del gobierno, a menudo ridículos. Quizá la injusticia más grave sea que, en la mayoría de los estados, a los padres les está prohibido instruir a sus hijos por sí mismos, dado que el gobierno considera que no constituyen una “escuela” adecuada. Gran número de padres están sumamente calificados para educar a sus hijos por sí solos, sobre todo en los niveles primarios. Además, conocen mejor que nadie las habilidades y el ritmo de cada niño, y pueden adecuar la educación a las necesidades y aptitudes individuales. Ninguna escuela formal, donde la educación se imparte en aulas uniformes, puede realizar esa tarea.

Por supuesto, las escuelas “gratuitas”, sean las actuales escuelas públicas o las futuras escuelas pagadas con vouchers, no son realmente gratuitas; alguien, es decir, los contribuyentes, debe pagar por los servicios que prestan. Pero como esos servicios no son pagos, tiende a haber un exceso de oferta de alumnos en las escuelas (situación agravada por las leyes de escolaridad compulsiva, que tienen el mismo efecto) y una falta de interés del niño en el servicio educativo por el cual su familia no tiene que pagar. Como consecuencia de esto, gran número de niños que carecen de aptitudes para la escuela o a quienes no les interesa, y que estarían mejor en su casa o trabajando, son obligados a asistir y a quedarse en ella durante mucho más tiempo del que deberían. La manía de la instrucción masiva ha llevado a tener una masa de alumnos que se sienten disgustados y aprisionados, a lo que se suma la postura generalizada de que es preciso que todos tengan que terminar la escuela secundaria (o incluso la universidad) para poder conseguir trabajo. A esta presión se suma el aumento histérico de la propaganda “anti-deserción” en los medios de comunicación masivos. Parte de este desarrollo es responsabilidad del empresariado, dado que a los empleadores les resulta muy conveniente que los trabajadores sean entrenados, no por ellos o en los puestos de trabajo, sino a expensas del acosado contribuyente. ¿En qué medida el florecimiento de la instrucción pública masiva es un medio mediante el cual los empleadores traspasan a los contribuyentes el costo de entrenar a sus trabajadores?

Podría esperarse que este entrenamiento, al no resultar costoso para los empleadores, fuera muy caro, ineficiente y excesivamente prolongado. De hecho, cada vez hay más evidencias de que gran parte de la educación actual no es necesaria para el empleo productivo. Arthur Stinchcombe formula el siguiente interrogante:

¿La escuela secundaria puede enseñar algo por lo cual los empleadores estarían dispuestos a pagar, si se enseñara bien? En general, la respuesta es negativa. La educación escolar no ejerce suficiente influencia sobre las habilidades físicas ni sobre la confiabilidad, las dos variables principales que interesan a los empleadores. Los que quieren asegurarse obreros confiables pueden requerir títulos secundarios como evidencia de buena disciplina. De lo contrario, pueden entrenar a los obreros que necesitan mejor que una escuela secundaria y con menor costo.

Y, tal como lo señala el profesor Banfield, la mayoría de las habilidades laborales se aprenden de todos modos en el puesto de trabajo.

La relativa inutilidad del sistema de instrucción pública para entrenar a la mano de obra se pone de manifiesto en el fascinante trabajo de MIND, un servicio educacional privado operado ahora por Corn Products Refining Company, de Greenwich, Connecticut. MIND eligió deliberadamente a jóvenes que habían desertado de la escuela secundaria y carecían de experiencia en trabajos manuales, y en pocas semanas, con un entrenamiento intensivo y utilizando máquinas, pudo enseñarles habilidades básicas y mecanografía, y conseguirles empleos en empresas. ¡Esos jóvenes habían aprendido menos en diez años de educación pública que en unas pocas semanas de entrenamiento privado orientado hacia el trabajo! El hecho de permitir a los jóvenes salir de un estado de dependencia obligatoria para convertirse en personas independientes y autosuficientes sólo puede tener beneficios inconmensurables, para ellos y para el resto de la sociedad.

Existen evidencias considerables según las cuales hay una relación entre las leyes de escolaridad compulsiva y el creciente problema de la delincuencia juvenil, sobre todo en niños mayores, que se sienten frustrados. Stinchcombe constató que el comportamiento rebelde y delincuente es “sobre todo una reacción hacia la escuela misma”; por su parte, el British Crowther Committee descubrió que cuando en 1947 el gobierno aumentó la edad mínima para dejar la escuela de los 14 a los 15 años, hubo un aumento inmediato y definido de los actos delictivos cometidos por los adolescentes de 14 años, que se enfrentaban a otro año de reclusión.

Parte de la responsabilidad por las leyes de escolaridad compulsiva y la educación pública masiva recae también sobre los sindicatos, que, para reducir la competencia de los trabajadores jóvenes, adolescentes, intentan excluirlos del mercado de trabajo y retenerlos en las instituciones educativas durante el mayor tiempo posible. De este modo, tanto los sindicatos como los empleadores ejercen una fuerte presión a favor de la educación obligatoria y, por ende, impiden a la mayor parte de la juventud de la nación que se integre al mundo laboral.

Educación Superior

Con excepción de los efectos de las leyes de escolaridad compulsiva, las mismas censuras que hemos hecho a las escuelas públicas pueden aplicarse a la educación pública superior, con un agregado que vale la pena destacar. Hay cada vez más evidencias de que en el caso de la educación pública superior, en gran medida ¡el subsidio coercitivo obliga a los ciudadanos pobres a costear la educación de los más adinerados! Hay tres razones básicas para ello: la estructura tributaria para las escuelas no es particularmente “progresiva”, es decir, no grava en mayor proporción a los más acaudalados; por lo general, los padres de los jóvenes que van a la universidad son más pudientes que los demás, y por ende, los universitarios tendrán, a lo largo de su vida laboral, mayor ingreso que los no universitarios. ¡La consecuencia es una neta redistribución del ingreso de los pobres a los ricos mediante la universidad pública! ¿Qué justificación ética tiene esto?

Los profesores Weisbrod y Hansen han demostrado este efecto redistributivo en sus estudios sobre educación pública superior en Wisconsin y California. Hallaron, por ejemplo, que el ingreso promedio de una familia de Wisconsin sin hijos en las universidades estatales era de 6.500 dólares en 1964-1965, mientras que el ingreso promedio de las familias con hijos en la Universidad de Wisconsin era de 9.700 dólares. En California las cifras eran de 7.900 y 12.000 dólares, respectivamente, y la disparidad del subsidio era aun mayor porque la estructura tributaria era mucho menos “progresiva” en este último estado. Douglas Windham descubrió un efecto similar de redistribución de los más pobres a los más ricos en el estado de Florida.

Hansen y Weisbrod extrajeron la siguiente conclusión de su estudio en California:

[…] en general, se promueve una mayor desigualdad entre las personas de diversos entornos sociales y económicos haciendo disponibles subsidios sustanciales para los que no se considera elegibles a las familias de menores ingresos, o bien éstas no pueden hacer uso de ellos debido a otras condiciones y restricciones asociadas con su nivel económico.

Es muy probable que lo que hemos comprobado en California –una distribución sumamente desigual de los subsidios provistos mediante la educación pública superior– sea aun más cierto para otros estados. Ningún estado tiene un sistema tan extensivo de colegios universitarios locales para los dos primeros grados como California, y por esta razón, en ninguno el porcentaje de egresados de la escuela secundaria que asisten al nivel público superior es tan alto. Como resultado, podemos estar seguros de que California tiene un porcentaje menor de jóvenes que no reciben ningún subsidio que cualquier otro estado.

Asimismo, los estados, además de poner a las universidades privadas en riesgo financiero mediante su competencia injusta y subsidiada por impuestos, aplican estrictos controles sobre la educación superior privada mediante diversas regulaciones. Así, en el estado de Nueva York, nadie puede fundar ninguna institución denominada “facultad” o “universidad” a menos que emita una obligación de U$S 500.000 con el estado de Nueva York. Como es obvio, esto discrimina gravemente a las instituciones pequeñas y de menores recursos, y las deja fuera de la educación superior. Además las asociaciones regionales de universidades, mediante su poder de “acreditación”, pueden impedir efectivamente el funcionamiento de cualquier universidad que no cumpla con los cánones del Establishment en lo que respecta al plan de estudios o al financiamiento. Por ejemplo, estas asociaciones se niegan estrictamente a acreditar a cualquier universidad, por excelente que sea su nivel educativo, que pertenezca en propiedad a alguien, o tenga fines de lucro, en lugar de ser una institución sin fines de lucro o en fideicomiso. Las universidades que son propiedad de alguien tienen un incentivo mucho mayor para ser eficientes y servir al consumidor y tienden a ser más exitosas desde el punto de vista financiero, por lo cual esta discriminación impone otra pesada carga económica sobre la educación superior privada.

Recientemente, una institución exitosa, el Marjorie Webster Junior College en Washington, D.C., casi se vio obligada a cerrar sus puertas debido a que su asociación regional se negó a otorgarle la acreditación. Si bien puede decirse que las asociaciones regionales son privadas y no públicas, funcionan de común acuerdo con el gobierno federal, que por ejemplo, se niega a proporcionar a universidades no acreditadas las becas usuales y los beneficios para los veteranos aprobados por el gobierno. La discriminación del gobierno contra las universidades de propiedad privada (así como contra otras instituciones) no se limita a la acreditación y a las becas. Toda la estructura del impuesto a las ganancias las discrimina severamente. Al eximir a las instituciones sin fines de lucro de los impuestos a las rentas y al aplicar pesados gravámenes a las instituciones con fines de lucro, el gobierno federal y los gobiernos estatales debilitan y reprimen lo que podría ser la forma de educación privada más eficiente y solvente. La solución libertaria a esta injusticia no es, por supuesto, gravar por igual a las universidades sin fines de lucro, sino liberar de cargas impositivas a las que son propiedades privadas. La ética libertaria no consiste en imponer a todos la misma esclavitud, sino en que todos sean igualmente libres.

La administración en fideicomiso de las instituciones sin fines de lucro es, en general, una mala manera de dirigir cualquier institución. En primer lugar, a diferencia de las empresas, las sociedades o las corporaciones lucrativas, estos fideicomisos no pertenecen en forma total a nadie. Los fideicomisarios no pueden obtener rentas por el funcionamiento exitoso de la organización, por lo cual carecen de incentivo para ser eficientes o servir correctamente a sus clientes. Mientras la universidad o cualquier otra organización no sufra un déficit excesivo, puede continuar operando con un bajo nivel de desempeño. La imposibilidad de obtener ganancias por mejorar su servicio hace que los fideicomisarios de estas instituciones tiendan a ser negligentes. Además, los términos de sus autorizaciones legales representan un obstáculo en lo que respecta a la eficiencia en el manejo de las finanzas; por ejemplo, los fideicomisarios de una universidad sin fines de lucro tienen prohibido defender a su institución, en caso de problemas financieros, convirtiendo parte del campus en una empresa comercial, por ejemplo, una playa de estacionamiento.

El engaño de que se hace objeto a los estudiantes se agrava en el caso de las universidades sin fines de lucro, donde aquéllos pagan sólo una pequeña parte del costo de su educación, y la mayor parte es financiada por subsidio o donación. Aquí no existe la situación que es normal en el mercado, en la que los productores venden el producto y los consumidores pagan el costo total; la separación entre el servicio y el pago lleva a un estado de cosas insatisfactorio para todos. Los consumidores, por ejemplo, sienten que los administradores son los que llevan la voz cantante. Por el contrario, tal como lo destacó un libertario en el punto culminante de las manifestaciones estudiantiles de fines de la década de 1960, nadie hace manifestaciones frente a las academias Berlitz (una cadena de educación privada). Además, el hecho de que los verdaderos “clientes” en realidad sean los gobiernos, las fundaciones o los ex alumnos que pagan la porción más grande de la cuenta, significa que la educación superior inevitablemente se inclina hacia la satisfacción de sus demandas más que hacia la educación de los estudiantes. Los profesores Buchanan y Devletoglou manifestaron:

La interposición del gobierno entre las universidades y sus estudiantes-consumidores creó una situación en la cual estas instituciones educacionales no pueden conocer las demandas y emplear recursos directamente para satisfacer las preferencias del estudiante-consumidor. Para poder obtener recursos, las universidades deben competir con otras actividades financiadas mediante impuestos (fuerzas armadas, escuelas de niveles inferiores, programas de bienestar, etc.). En el proceso, no se presta atención a la demanda del estudiante-consumidor, y la inquietud resultante aporta los elementos para el caos que observamos […]. La creciente dependencia del apoyo financiero gubernamental, como se ha traducido en la institución de la matrícula gratuita, bien puede ser en sí misma una fuente significativa del actual alboroto.

La propuesta de los libertarios para solucionar el desorden que reina en el ámbito educacional puede resumirse sencillamente: dejar al gobierno fuera del proceso educativo. El gobierno ha intentado adoctrinar y moldear a la juventud de la nación mediante el sistema de la instrucción pública, y formar a los futuros líderes mediante el manejo y el control estatales de la educación superior.

La abolición de la ley de escolaridad obligatoria pondría fin al rol de las escuelas como guardianes de la juventud de la nación, y dejaría en libertad a todos aquellos que están mucho mejor fuera de las aulas para que sean independientes y desarrollen un trabajo productivo. La abolición de las escuelas públicas pondría fin a la carga anquilosante del impuesto a la propiedad y proveería una amplia gama de posibilidades educativas para satisfacer todas las necesidades y demandas libremente expresadas de la diversa y variada población del país. La supresión de la instrucción gubernamental pondría fin al injusto subsidio obligatorio concedido a las familias numerosas, que a menudo favorece a las clases altas y perjudica a los pobres. La influencia nociva del gobierno que trata de moldear a la juventud de los Estados Unidos en la dirección que le conviene al Estado sería reemplazada por las acciones voluntaria y libremente elegidas; en resumen, por una educación genuina y verdaderamente libre, tanto dentro como fuera de las escuelas formales.

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