La inaplicabilidad de la esclavitud voluntaria

0

Este es un extracto del libro La ética de la libertad de Murray N. Rothbard.

Examinemos, por otro lado, las implicaciones de la actualmente prevalente teoría de la «promesa» o las «expectativas» de los contratos. Supongamos que A promete casarse con B; B procede a hacer planes de boda, incurriendo en costes para dicha vida. En el último momento, A cambia de idea, violando así el supuesto «contrato». ¿Cuál debería ser el papel de una agencia que aplique el derecho en la sociedad libertaria? Lógicamente, el creyente estricto en la teoría de «promesa» de los contratos tendría que razonar así: A prometió voluntariamente a B que se casaría con él o ella, esto creó la expectativa de matrimonio en la mente del otro u otra; por tanto, este contrato debe aplicarse. A debe verse obligado a casarse con B.

Hasta donde sabemos, nadie ha llevado tan lejos la teoría de la promesa. El matrimonio obligatorio es una forma tan clara de esclavitud involuntaria que ningún teórico, ni mucho menos un libertario, ha llevado la lógica hasta este punto. Está claro que la libertad y la esclavitud obligatoria son totalmente incompatibles, de hecho se oponen diametralmente. ¿Pero por qué no, si todas las promesas deben ser contratos aplicables?

Sin embargo, sí se ha aplicado, y por supuesto defendido, una manera más moderada de aplicar esas promesas de matrimonio en nuestro sistema legal. La antigua demanda de «quebrantamiento de promesa» obligada que quien incumplía su promesa a pagar daños a su prometido o prometida, a pagar los gastos realizados debido a las expectativas incurridas. Pero aunque esto no llega tan lejos como la esclavitud obligatoria, es igualmente inválido. Pues no puede haber propiedad en las promesas o expectativas de nadie: son solo estados mentales subjetivos, que no implican transferencias de título y, por tanto, no implican un robo implícito. En consecuencia, no serían aplicables y, en años recientes, las demandas de «quebrantamiento de promesa», al menos han cesado de ratificarse en los tribunales. Lo importante es que mientras aunque la aplicación de daños no sea tan terrible para el libertario como la aplicación obligatoria del servicio prometido, deriva del mismo principio inválido.

Continuemos con nuestro argumento de que las meras promesas o expectativas no deberían ser aplicables. La razón básica es que la única transferencia válida de título de propiedad en la sociedad libre es el caso en el que la propiedad es, de hecho y por la naturaleza del hombre, enajenable por el hombre. Toda propiedad física de una persona es enajenable, es decir, naturalmente puede darse o transferirse a la propiedad y control de otro. Puedo dar o vender a otra persona mis zapatos, mi casa, mi coche, mi dinero, etc. Pero hay ciertas cosas vitales que, naturalmente y en la naturaleza del hombre, no son enajenables, es decir, no pueden en realidad enajenarse, ni siquiera voluntariamente.

En concreto, una persona no puede enajenar su voluntad, aún más concretamente su control sobre su mente y cuerpo. Cada hombre tiene control sobre su propia mente y cuerpo. Cada hombre tiene control sobre su voluntad y persona y está, si quieres, «atrapada» con esa propiedad inherente y no enajenable. Como su voluntad y control sobre su propia persona no son enajenables, tampoco los son sus derechos a controlar esa persona y voluntad. Esa es la base de la famosa postura de la Declaración de Independencia de que los derechos naturales del hombre son inalienables; es decir, que no pueden entregarse, ni siquiera si la persona desea hacerlo.

O, como apunta Williamson Evers, las defensas filosóficas de los derechos humanos

se basan en el hecho natural de que cada humano es el propietario de su propia voluntad. Es filosóficamente inválido tomar derechos como los de propiedad y libertad contractual que se basan en la autopropiedad absoluta de la voluntad y luego usarlos para deducir derechos a destruir su propio fundamento.[1]

De ahí la inaplicabilidad, en teoría libertaria, de los contratos de esclavitud voluntaria. Supongamos que Smith llega al siguiente acuerdo con la Jones Corporation: Smith, durante el resto de su vida, obedecerá todas las órdenes, sean cuales sean las condiciones, que la Jones Corporation desee darle. Ahora, en teoría libertaria, no hay nada que impida a Smith llegar a este acuerdo y sirva a la Jones Corporation y obedezca sus órdenes indefinidamente. El problema se produce cuando, en una fecha posterior, Smith cambia de idea y decide irse. ¿Debería mantener su anterior promesa?

Nuestra postura (que afortunadamente sostiene el derecho actual) es que la promesa de Smith no fue un contrato válido (es decir, no es aplicable). No hay transferencia de título en el acuerdo de Smith, porque el control de Smith sobre su propio cuerpo y voluntad son inalienables. Como ese control no puede ser enajenable, el acuerdo no fue un contrato válido y por tanto no debería ser aplicable. El acuerdo de Smith era una mera promesa, que podría sostenerse que está moralmente obligado a mantener, pero que no debería ser legalmente obligatorio.

De hecho, hacer cumplir la promesa sería tan esclavitud obligatoria como el matrimonio obligatorio considerado anteriormente. ¿Pero debería a Smith al menos obligársele a pagar los daños a la Jones Corporation, medidos por las expectativas de su servicio durante toda la vida que había adquirido la Jones Corporation? De nuevo la respuesta debe ser que no. Smith no es un ladrón implícito: no ha retenido justa propiedad de la Jones Corporation, pues siempre retuvo el título sobre su propio cuerpo y persona.

¿Qué pasa con las desvanecidas expectativas de la Jones Corporation? La respuesta debe ser la misma que en el caso del novio decepcionado. La vida es siempre incierta, siempre arriesgada. Alguna gente son mejores y otros peores «emprendedores», es decir, previsores de la acción humana futura y de los acontecimientos del mundo. El novio relegado, o la Jones Corporation, son los sitos adecuados del riesgo en este asunto: si sus expectativas se ven decepcionadas, entonces es que fueron malos previsores en este caso y recordarán la experiencia en el futuro cuando traten con Smith o el quebrantador de la promesa de matrimonio.


Notas

[1] Evers, «Law of Contracts», p. 7. Rousseau argumentaba agudamente contra la validez de un contrato de esclavitud:

Cuando un hombre renuncia a su libertad, renuncia a su humanidad esencial, sus derechos e incluso su tarea como ser humano. No hay indemnización posible a esa completa renuncia. Es incompatible con la naturaleza del hombre y privarle de su libre albedrío es privar a todas sus acciones de cualquier sanción moral. En resumen, la convención que establece por un lado una autoridad absoluta y por el otro una obligación de obedecer sin preguntar, es vana y sin sentido. ¿No es evidente que donde podemos demandar todo, no debemos nada? Donde no hay obligación mutua, ni intercambio de tareas, debe, sin duda, quedar claro que las acciones de ordenado dejan de tener cualquier valor moral. ¿Pues cómo puede mantenerse que mi esclavo tenga ningún «derecho» contra mí cuando todo lo que tiene es de mi propiedad? Siendo su derecho mi derecho, es absurdo hablar de que pueda alguna vez operar en mi perjuicio.

O, en resumen, si un hombre se vende a sí mismo como esclavo, entonces el amo, siendo un amo absoluto, tendría entonces el derecho a disponer de los fondos con los que ha «comprado» al esclavo. Jean-Jacques Rousseau, El contrato social, bloque 1, capítulo 4, en E. Barker, ed., Social Contract (Nueva York: Oxford University Press, 1948), p. 175.

 

Print Friendly, PDF & Email