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Turgot, un adelantado a su tiempo

¿Hubo lugar para la defensa de la libertad en la Francia absolutista del siglo XVIII?, pues ese fue el cometido principal que se propuso acometer nuestro protagonista, A. R. J. Turgot, quien llegó a ser Controlador General de Finanzas en el gobierno de Luis XVI.

Veremos que cuando Turgot estuvo en la administración pública, intentando reducir el peso del Estado y acabar con las abusivas cargas a las que estaba sujeta gran parte de la población, se granjeó la enemistad de los poderes fácticos de toda la nación francesa.

Ideológicamente, Turgot fue una persona próxima a la fisiocracia, sin llegar a ser fisiócrata, cercano a los enciclopedistas, sin tampoco ser uno de sus miembros, lo que sí podemos decir sin atisbo de duda es que fue un firme defensor de la libertad.

Como consecuencia de lo anterior, tenemos sus numerosas contribuciones a la teoría económica, como, por ejemplo, su exposición de que el trabajo voluntario es mucho más productivo que el coercitivo; que los aranceles ‘protectores’, únicamente resultan ser perjudiciales para la sociedad en su conjunto a la que supuestamente se pretendía proteger con tales medidas; la importancia que tiene la figura del ‘comerciante’ en el desarrollo de la sociedad; el fundamento para el cobro de interés en un préstamo, o el desarrollo de su teoría del capital, serán algunas muestras de ello.[1]

Introducción

Por medio del presente trabajo tenemos por cometido dar a conocer un poco más la figura de A. R. J. Turgot, así como sus importantes contribuciones al campo de la teoría económica.

Para ello comenzaremos por situar al personaje en su contexto histórico, la Francia absolutista del siglo XVIII, Turgot, procedente de una familia de rancio abolengo, asistió a elitistas centros de estudios como la Sorbona, donde demostró su valía e inteligencia. A pesar de su carácter tímido e introvertido, nuestro protagonista llegó a codearse con lo más granado del panorama social de la época en los más ilustres salones parisinos.

Siguiendo la estela marcada por su familia entró al servicio de la corona francesa, llegando a desempeñar distintas posiciones como la de Consejero, Magistrado, e Intendente, que resultaba ser una especie de gobernador de la zona asignada, llegando a desempeñar este último cargo durante 13 años, antes de ser llamado a formar parte del gobierno de Luis XVI, donde llegó a ser Controlador General de Finanzas, algo parecido a lo que hoy sería ocupar las carteras ministeriales de economía, hacienda y obras públicas.

Las finanzas de Francia desde la época de Luis XIV no atravesaban su mejor momento, y Turgot estaba convencido de que la única manera de que Francia saliera del atolladero en el que se encontraba inmerso pasaba por practicar la austeridad para sanear la economía. Se propuso para ello tres ambiciosos objetivos: evitar la bancarrota del país, no subir los impuestos, y no endeudar más a los franceses, si bien cumplió los dos primeros, no pudo cumplir el tercer de los objetivos.

Fue un firme defensor del laissez-faire que abogaba por la liberalización del comercio, y ausencia de injerencias por parte del Estado, al menos, dentro de Francia.

Se enfrentó a todos los poderes fácticos de la Francia de la época, los parlamentos, la nobleza, el clero y hasta la corte, poderosos enemigos todos ellos que no cejaron en su empeño de acabar hasta que consiguieron terminar con su carrera pública.

Ideológicamente ha habido muchos intentos de catalogar a Turgot como fisiócrata dada la cercanía que tuvo con muchos de ellos, y si bien es cierto que en algunos aspectos de su pensamiento no andaban muy alejados, como la defensa del libre comercio, o la concepción de que solo la agricultura era productiva. Otros se esforzaron por calificarlo como miembro de los ‘enciclopedistas’, y si bien es cierto que escribió con ellos cinco artículos bajo el anonimato, dejó de hacerlo una vez fue esta proscrita. Tampoco se le puede catalogar como un funcionario de la corte al uso, pues salvo por el monarca, no demostró estar en sintonía con la camarilla que lo rodeaba empezando por la derrochadora reina.

En resumen, ideológicamente hablando, Turgot tiene un complicado encuadre, si bien podemos afirmar que fue un firme defensor de la libertad que se enfrentó a los poderes establecidos en defensa de los más desfavorecidos, intentando acabar con las prebendas establecidas en distintos estamentos de la sociedad, tratando de llevar a la práctica para ello una auténtica revolución desde arriba hacia abajo.

Terminaremos el presente trabajo con sus importantes aportes a la teoría económica. Si bien vivió una vida ajetreada y no se dedicó a la economía de manera expresa —su escueta y dispersa obra llegó a cubrir únicamente un total de 188 páginas (Rothbard 2013, 426)— sus contribuciones fueron numerosas e importantes como posteriormente veremos, destacando entre ellas, Elogio de Gournay (1759), Plan para los impuestos en general (inconcluso, 1763), Observaciones sobre el ensayo de Saint-Péravy (1767), Reflexiones en la formación y en la distribución de la riqueza (1766), Crítica a la presentación de J. J. Graslin (1767), Acerca del valor y el dinero (inconcluso, 1769), Ensayo sobre el préstamo a interés (1770) y Carta al abbé Terray sobre el impuesto del hierro (1773).

Contexto histórico

Antes de introducir en escena a nuestro protagonista hemos de señalar que, Francia en el siglo XVIII fue, “en términos generales, un país próspero, con una de las poblaciones más grandes de Europa y en pleno proceso de transformación económica” (De la Nuez 2010, 15), aunque la monarquía soportaba continuas dificultades económicas, como señala G. de Bertier de Sauvigny, “Luis XIV había dejado las finanzas del Reino en una situación catastrófica; los ingresos ordinarios no cubrían ni para pagar los intereses de la deuda pública” (citado en De la Nuez 2010, 16).

Durante la minoría de edad del sucesor del ‘Rey Sol’, esto es, su biznieto Luis XV (1710-1774), Francia fue gobernada por su regente, el duque Felipe de Orleans, quien tuvo que hacer frente a la complicada situación financiera en que Luis XIV había dejado a Francia. Sin embargo, en lugar de solventar la situación, Felipe de Orleans la agravó aún más; si cabe, debido, entre otras causas, a los experimentos bancarios de John Law.

Del sucesor de Luis XV, se ha de señalar que fue Luis XVI (1754 – 1793), de quien nuestro protagonista formaría parte de su primer gobierno, primero como secretario de la Marina, y luego como Controleur Général de Finances, aspectos que luego veremos con calma, pero antes de pasar a hablar de Turgot, veamos cómo estaba constituida la administración de la Francia de la época.

Luis XVI heredó un trono en una deplorable situación financiera y unas instituciones muy similares a las de la época de Luis XIV.[2] A su llegada al trono se encontró con una Francia gobernada por un «triunvirato» constituido por el Canciller Maupeou, el abbé Terray, que se encargaba de las finanzas, y el duque de Aiguillon, que se ocupaba de los asuntos exteriores, circunstancia que para algunos historiadores como M. Vovelle (1972) representaba un cierto despotismo ilustrado. El joven e inseguro Luis XVI, parece ser que dejándose guiar por sus tías Adelaide y Victoire, hijas de Luis XV,[3] decidió terminar con el «triunvirato» y llamar a la corte al conde de Maurepas para que formara el gobierno.[4]

Francia se encontraba dividida en Intendencias[5] que eran administradas por un delegado del gobierno que a su vez eran designados por el Controleur Général al que tenían que rendir cuentas. El intendente se ocupaba como el representante del poder central, de la administración general, que abarcaba todas las funciones de la vida pública, desde los impuestos, la seguridad, la justicia, la agricultura o el comercio. Los intendentes no dejaban de ser representantes del poder ejecutivo, pero con unas atribuciones que parecían ilimitadas; como contrapeso a su poder se encontraban los Estados provinciales, los Parlamentos, y los poderes locales. Por tanto, su poder era muy amplio en teoría, y muy limitado en la práctica. Luego lo veremos en detalle, pero cabe adelantar que Turgot fue Intendente en Limoges durante 13 años (De la Nuez 2010: 18-23).

Otra circunstancia digna de reseña son las desavenencias que se sucedían entre el rey y los parlamentos. Particularidad que deslegitimaba a la Corona y que fue caldo de cultivo para que surgieran los orígenes ideológicos de la Revolución francesa. Luis XV tuvo varios conflictos con los parlamentos, llegando a suprimir el de París. Circunstancia con la que pretendió demostrar que solo en su persona residía la soberanía y la representación legítima del reino, y todo ello gracias al origen de su poder en el ‘derecho divino’, medio por el que se fundamentaba el absolutismo monárquico. No cabe duda de que los parlamentos se convirtieron en una poderosa traba para el poder real. En 1774, Luis XVI decidió el regreso del Parlamento de París, cometiendo un grave error, pues perdió la oportunidad de salvar la monarquía y quizá también, a Francia de la Revolución (Ibidem, 26-31).

Reseñada con pinceladas la situación de la Francia de la época, pasemos a continuación a realizar un recorrido por algunas de las reseñas más importantes de la persona de Turgot.

Vida y hazañas en la corte

Anne Robert Jaques Turgot, nació en París el 10 de mayo de 1727, y según palabras del propio Luis XV perteneció a “una buena raza”, pues sus antepasados llevaban sirviendo a los reyes de Francia desde el siglo XVI (De la Nuez 2010, 37).

Dado que nuestro protagonista tenía hermanos mayores a los que habían encaminado hacia la Administración y el Ejército, a Turgot se le preparó para servir al Altísimo. Se formó en la Sorbona, lugar donde demostró sus cualidades como estudiante, llegando a ser elegido prior.[6] Turgot confesó a su padre su falta de vocación eclesiástica y sus deseos de seguir la estela familiar de entrar al servicio de la Corona (Ibidem, 38-40).

En enero de 1752 a Turgot se le nombra Consejero sustituto del Procureur Général del Parlamento de París, dejándolo un año más tarde para ocupar una de las Chambres des Requetes en el mismo parlamento, que fue sustituida por la Chambre Royal, donde llegó a pertenecer también, siendo ya miembro del cuerpo de magistrados de Maitre des Requetes, posición que alcanzó siendo demasiado joven, y sin los años de servicio requerido, pero que desarrolló por medio de una ‘dispensa’ fruto de su mérito y talento, así como la reputación de su familia. Cargo que como muchos otros durante el Antiguo Régimen era de naturaleza venal.[7] Turgot tenía claro que la función que tenía que desempeñar desde la judicatura, “consistía en administrar las leyes y no en interferir en su elaboración, ni mucho menos en hacerlas” (Ibidem, 43).

Siendo miembro de la Chambre Royal, que se creó como consecuencia de un conflicto entre el Parlamento de París y la Corona, dicha pertenencia le granjeó no pocos enemigos entre los partidarios de los parlamentos. Y a propósito de los enfrentamientos entre el rey y los parlamentos, y las relaciones entre la Iglesia y el Estado, Turgot consideró que eran un buen momento para abordar dicha cuestión, puesto que de esas fechas son sus Cartas sobre la tolerancia, que si bien no se sabe a quién las dirigió, datan entre 1753 y 1754, y de las que de modo enunciativo podemos reseñar los siguientes pasajes, a fin de conocer mejor el pensamiento de nuestro protagonista:

Ninguna religión tiene derecho a exigir otra protección que no sea la libertad (…) Ninguna religión tiene derecho a ser protegida por el Estado. (…) Ninguna religión tiene derecho a someter las conciencias (…). El interés de cada hombre es únicamente suyo en su conciencia, sólo Dios es testigo y juez (…). El Estado, la sociedad, los hombres, nada tienen que decir sobre la elección de una religión; no tienen derecho a adoptar una arbitrariamente, porque la religión se funda en una convicción (…). La intolerancia es tiranía y está más allá de los derechos del príncipe como cualquier ley injusta (…). ¿Quién duda de que aquel que tiene el poder en sus manos siempre se hará obedecer? (…). Un príncipe intolerante es un tirano (…) No es la diferencia de opiniones, es la intolerancia la que se opone a la paz (…) Toda autoridad que se extiende más allá de lo necesario es tiranía (…) Las libertades, como las propiedades, se limitan unas con otras (Turgot 2010, 231-249).

Si bien siempre fue de carácter tímido y reservado, Turgot fue asiduo de los salones de moda de París, como el de Madame de Graffigny, Madame Helvétius o Madame Geoffrin, lugares donde podía debatir con gente como Montesquieu, d’Alembert, Hume, Gibbon o Walpole, llegando a señalar a algunos autores que conoció a Adam Smith en casa de Helvétius. También conoció a Voltaire, con el que se carteó varias veces mostrándose siempre admiración y respeto mutuo (De la Nuez 2010, 44-46).

En 1761, Turgot fue nombrado Intendente de la Généralité de Limoges,[8] cargo que ostentó durante 13 años, a la vez que conservó su título de Maitre des Requetes, cuyo cargo seguía desempeñando cuando acudía a París (Ibidem, 48).

(Fuente: elaboración propia)

Como Intendente y a pesar de tener que rendir cuentas a Versalles y esperar directrices del Controleur Général, esto no fue impedimento para tomar iniciativas atrevidas que le propiciaron la enemistad de la nobleza de Lemosín, que estaba acostumbrada a usar la Intendencia a su interés, cosa que Turgot no pensaba permitir. La Généralite se dividía a su vez en circunscripciones en las que el Intendente designaba subdelegados con los que Turgot mantenía una fluida correspondencia señalándoles que escuchasen a la población, pues les decía que el objeto de la Administración consistía en “conocer la situación real de las gentes para poder mejorarla”. Turgot estaba convencido de que la miseria de la población se debía a las excesivas cargas fiscales[9] a las que estaba sometida, e intentó una serie de reformas (dentro de sus competencias) orientadas a reducirla, y así se lo hizo saber al Controleur Général señalándole que no se podía sacrificar la libertad de los súbditos del rey por los caprichos de ciertos intereses privados. Turgot era consciente de que, ante la ausencia de unos principios sólidos, predominarían situaciones de incertidumbre y arbitrariedad, lo que daría pie a la aparición de abusos y situaciones de injusticia. Con el fin de evitarlas, o al menos reducirlas, propugnó un sinfín de medidas, e intentó conocer la situación en que se encontraba la agricultura, para administrarla mejor. Entendiendo Turgot por una buena administración, aquella que fuere, segura, rápida y simple, erradicando de esta forma, largos y farragosos procedimientos que perjudicaban el día a día de los campesinos (Ibidem, 50-54).

Turgot opinaba que la mejor medida posible respecto a la política de granos consistía en dejar la libre circulación por toda Francia. Por desgracia, durante su estancia como Intendente de Limoges, y debido a una gran hambruna que se produjo entre 1769 y 1770, se acrecentaron los prejuicios contra la libre circulación.[10] Aun así, Turgot fue el mayor promulgador de la teoría del laissez-faire de la época, brindándole el mayor rigor intelectual (Benegas Lynch (h) 2009).

En su paso como Intendente, señalar a modo enunciativo, pero no limitativo, que además de intentar debilitar las abundantes limitaciones que afectaban tanto a la agricultura, o al comercio, se preocupó de que las masas de población mejoraran su posición social, fundó una escuela de matronas y otra de veterinaria, y promocionó trabajos para la mejora de la economía rural de la Généralité (De la Nuez 2010, 50-57).

Fue también en esta época cuando escribió su trabajo más famoso de economía, sus Reflexiones sobre la formación y la distribución de las riquezas (1766), del que luego destacaremos algunas de sus más famosas contribuciones.

Controleur Général de Finances

Trece años después de su llegada a Limoges como Intendente, es llamado por Maurepas[11] a formar parte del primer gobierno de Luis XVI, donde entró en primera instancia como Secretario de Estado de la Marina, y a pesar de que apenas un mes y unos días después fue ya nombrado Controleur Général de Finances, llamó la atención la dedicación al trabajo y la cantidad de ideas e intenciones que demostró.[12] Con independencia del cargo que ostentaba, con esa vitalidad que le caracterizaba, se propuso realizar grandes cometidos, y en primera instancia el monarca se mostró complaciente y colaborativo con Turgot, lo que le convirtió en auténtico devoto a su rey.

Turgot estaba convencido de que la prosperidad de Francia pasaba por sanear la economía y que, si no se practicaba la austeridad, el reino estaría perdido. Se fijó como objetivo evitar tanto la bancarrota, no subir los impuestos, así como no recurrir a los préstamos. Sabía por su experiencia como Intendente que los impuestos excesivos desmoronaban la lealtad y respeto de los súbditos, circunstancia que en definitiva conllevaba la pérdida de autoridad por parte de la Corona. Entre los ambiciosos objetivos de Turgot podemos destacar la idea de reformar la organización de la recaudación tributaria con el fin de mejorar su funcionamiento, aumentar los ingresos, reducir los gastos y eliminar el desorden, la oscuridad y la confusión, circunstancias todas ellas que favorecían la aparición de la corrupción y los abusos (Ibidem, 62-63).

Turgot podía ser un idealista, pero no era ingenuo, y era consciente del rechazo que le acarrearían tales medidas, aunque ponía sus esperanzas en el apoyo del rey, como recogen estas líneas:

Preveo que estaré solo en la lucha contra los abusos de todas clases, contra el poder de aquellos que se benefician de esos abusos, contra la multitud llena de prejuicios que se opone a toda reforma y que es instrumento poderoso en manos de los partidos para perpetuar el desorden. Tendré, incluso, que luchar contra la natural bondad y generosidad de Su Majestad (citado en De la Nuez 2009, 64).

Señaló que ni siquiera el pueblo, el beneficiario de las reformas, le brindaría su apoyo, y con proféticas palabras subrayó, “me echo al hombro una carga, quizás superior a mis fuerzas” (Ibidem).

«La guerra de las harinas»

Recordemos que el pan era la base de la alimentación de los franceses en aquella época, y el gobierno, con la pretensión de que los mercados estuvieran abastecidos de grano reglamentaba el comercio de este, prohibiendo entre otras cosas, la exportación y el transporte entre provincias, el almacenaje de este a los agricultores en sus graneros, o el comercializar directamente con él. Si bien es cierto que durante el periodo 1764-1770 hubo cierta libertad de comercio, como consecuencia de las malas cosechas de finales de la década se reestablecieron las medidas intervencionistas (De la Nuez 2010, 65-66).

Tras la llegada de nuestro flamante Controleur Général de Finances se reestablecieron, por medio de un Edicto de fecha 13 de septiembre de 1774, las medidas liberalizadoras, al menos en cuanto a la comercialización dentro de Francia, al suprimir aduanas y fronteras interiores. Con esas medidas, Turgot buscaba una mejora para el conjunto de la sociedad, dado que:

Al permitir al productor buscar su propio interés con una mayor libertad, al poder el agricultor vender su producción a un mejor precio, obtendría mayores beneficios que luego reinvertiría en sus tierras para desarrollar unas explotaciones más modernas y productivas. Así, a la larga, al aumentar la producción bajarían los precios. De esta manera, se lograría transformar toda la agricultura del país (Ibidem, 66).

Con la mala suerte de que en el invierno de 1774 las cosechas fueron especialmente malas, lo que provocó la subida del trigo, dada la escasez de este. Hecho que ocasionó numerosos disturbios,[13] que llegaron a París e incluso al mismo Versalles, donde la gente llegaba reclamando pan. El monarca, a pesar de que el precio del trigo no paraba de crecer, mantuvo la confianza en Turgot, lo que le sirvió a este para actuar con firmeza cuando se enfrentó al Parlamento de París, que acuciaba al rey a que bajara el precio del pan, o cuando obligó a los municipios a indemnizar a los propietarios por daños causados por los amotinados, llegándose al extremo de ejecutar a algunos rebeldes. Turgot acabó con los desórdenes y venció al Parlamento de París, poderoso enemigo que no olvidaría dicha derrota (Ibidem, 67-68).

Su enemistad con el clero

Con ocasión de otro gran evento, la ceremonia de consagración de Luis XVI que tuvo lugar el 11 de junio de 1775, Turgot no perdió la oportunidad de granjearse otro poderoso adversario, en esta ocasión nada más y nada menos que al clero.

Recoge Paloma de la Nuez que la sociedad francesa albergaba distintas opiniones respecto a la ceremonia de la consagración. Había una parte que abogaba por abolir la ceremonia por considerarla absurda, cara y superflua, siendo los mayores exponentes de esta opción el partido de los filósofos; había otra parte de la sociedad que consideraba que simplemente era una renovación del pacto entre el rey y sus súbditos; y en tercer lugar podemos encontrar la posición que adoptaba el rey y el propio clero, para quienes la ceremonia resultaba primordial, dado que querían poner de manifiesto el origen divino del poder real (2010, 69).

Turgot, por su parte, con su talante innovador, pretendía introducir cambios en el juramento del rey a fin de que los súbditos vieran los derroteros por los que se desarrollaría la monarquía de Luis XVI. Desde tiempos ancestrales, en el juramento tradicional había una parte en la que el monarca se comprometía a terminar con todos los herejes, y Turgot pretendía que el rey omitiera esa parte indicándole que, “Vuestra Majestad debe, como buen cristiano y hombre justo, dejar que cada uno de sus súbditos sea libre de seguir y profesar la religión que, según su conciencia, crea que es la verdadera” (citado en De la Nuez 2010, 70).

Ante la oposición del clero, el rey no tuvo valor de hacer lo que le propuso Turgot, aunque parece ser que, en esa parte del juramento, el monarca bajó tanto la voz que prácticamente se volvió inaudible. Como consecuencia de esta situación, y con un contenido similar a sus Cartas sobre la tolerancia, Turgot elaboró un memorándum confidencial al rey (Mémoire sur la tolérance), en el que le señalaba la actitud que según Turgot debía adoptar frente a la cuestión religiosa.[14]

Su relación con la Corte

Como señalamos anteriormente, Turgot ya había indicado al rey que había que sanear el presupuesto limitando los gastos, lo que afectaba tanto al gobierno como a la Corte de Versalles, lo que le ocasionó la enemistad manifiesta de la reina María Antonieta, a la que empezaron a negársele cantidades ingentes de dinero para ella y su camarilla. Quitando la devoción que Turgot sentía por el rey, por lo demás, cabe decir que tenía poco de cortesano y tampoco parece que quisiera aprender mucho de esa forma de vida, lo que le ocasionó poderosos enemigos que influían de manera notoria en el inseguro, indeciso e inexperto rey (De la Nuez 2010, 73-74).

Tampoco contaba con la gracia del clero, le consideraban de la «secta de los filósofos», ya que había colaborado en la Enciclopedia. Era amigo de la tolerancia, y por tanto, partidario del reconocimiento civil de los protestantes, y como hemos visto en el punto anterior, cuando Turgot instó al rey a que no leyera durante su juramento la parte en la que se comprometía a exterminar a todos los herejes; y por si todo esto fuera poco, Turgot manifestaba que los privilegios que ostentaba la Iglesia eran como los de la nobleza, anacrónicos y sin fundamento (Ibidem, 75).

En cuanto a los parlamentos, la enemistad que se procesaban era mutua, Turgot en unas cartas a Du Pont los acusaba de avivar el odio del pueblo y excitar las pasiones populares sin tener en cuenta las posibles consecuencias. Señalaba que, aunque pretendían erigirse como protectores del pueblo contra la Corona, en realidad eran miembros de corporaciones muy poco interesadas en el bienestar de las masas (Ibidem, 77).

En resumidas cuentas, Turgot tenía en su contra una larga lista de poderosos enemigos: el Parlamento, que abogaba por sus privilegios, la Corte, con María Antonieta y su camarilla con sus fastuosos gastos, el clero, que lo consideraba uno más de la secta de los filósofos, y hasta el pueblo, que sólo llegaba a ver que, por las medidas del nuevo Ministro, el precio del pan no paraba de subir. Por todo ello, Turgot se fue quedando cada vez más solo, hasta terminar aislado y destituido por el rey en mayo de 1776, no habiendo transcurrido ni dos años desde que entrara a formar parte del gobierno (Ibidem, 78).

Respecto a su destitución, Voltaire señaló al respecto que, “la caída de Turgot supuso una enorme pérdida para todos los verdaderos filósofos y los buenos ciudadanos”.

Turgot, tras su “muerte ministerial sin esperanza de resurrección” (citado en De la Nuez 2009, 30), y caído en desgracia, se refugió en el estudio, carteándose con David Hume, Benjamín Franklin, o el Doctor Price, al que le confiesa por carta que, según su opinión, su caída se debe a la alianza de los parlamentos, la corte, los financieros y el propio Maurepas, y no por no haber comprendido la opinión del país (De la Nuez 2009, 31).

Turgot falleció el 18 de marzo de 1781, a los 54 años, de gota, la misma enfermedad que también había afectado a varios miembros de su familia.

Efectuado un rápido recorrido por la intensa vida de Turgot, veamos si somos capaces de encuadrarle ideológicamente.

Encuadre ideológico

Turgot siempre reconoció que tuvo dos maestros, Francois Quesnay[15] y Jacques Claude Marie Vincent de Gournay.[16] A Turgot se le ha pretendido encasillar en innumerables ocasiones, pero él mismo siempre se rehusó a que se le considerara tanto miembro de los fisiócratas como de los enciclopedistas.[17]

Rothbard señaló al respecto que “Turgot estuvo cerca de los fisiócratas no solo en la defensa de la libertad de comercio, sino también en la reivindicación de un impuesto único sobre el «producto neto» de la tierra” (1999, 32).[18]

Schumpeter, por su parte, es de la opinión de que a Turgot no hay que clasificarle simplemente como fisiócrata, sino “como no fisiócrata con simpatías por la doctrina de la fisiocracia” (1995, 288).

Y Benegas Lynch (h) indica que, si bien es cierto que a Turgot se le suele asimilar con los fisiócratas, subraya que salvo en ciertos aspectos relacionados con la importancia del valor de la tierra, no puede equiparárselo a las teorías de Quesnay, Mirabeau y Dupont de Nemours, ni de Mercier de la Riviere. Si bien es cierto que todos ellos tenían aversión por los controles y reglamentaciones mercantilistas, Turgot, al poseer conocimientos mucho más sólidos en economía, desarrolló tesis que carecían de ciertas contradicciones que caracterizaron la fisiocracia (2009).

Si nos apoyamos en Hayek y su ensayo titulado Individualismo: el verdadero y el falso que comienza con una cita de Tocqueville que dice así:

Del siglo XVIII y la Revolución, como de una fuente común, brotan como dos ríos: el primero conducía a los hombres hacia las instituciones libres, mientras que el segundo los llevaba al poder absoluto.

En este conocido y polémico ensayo de Hayek, el economista nacido en Austria, se propone establecer dos ramas del individualismo,[19] indicando que por un lado está lo que él denomina el «individualismo verdadero»[20] que consiste ante todo en una teoría de la sociedad además de unas máximas políticas, cuya tesis fundamental señala que “no hay ninguna otra vía para comprender los fenómenos sociales que la de la comprensión de las acciones individuales dirigidas hacia otras personas y guiadas por el comportamiento que de ellas se espera”. Recalcando que muchas de las instituciones sociales fundamentales se han originado no bajo el auspicio de una mente superior que se haya encargado de planificar todo, sino que ha sido la colaboración espontánea de hombre libres la encargada de crear cosas que son superiores a lo que cada uno de esos hombres hubiera podido crear de manera individual, dado que la razón humana es limitada e imperfecta, o en palabras de Adam Ferguson, “las naciones se apoyan en instituciones que ciertamente son resultado de las acciones humanas, pero no de un proyecto humano” (Ibidem, 102-105).

En oposición a lo expuesto, Hayek califica como «individualismo falso»[21] al representado principalmente por escritores franceses y otros pensadores continentales que tienen por base el “racionalismo cartesiano”,[22] que tiende a transformarse en el socialismo o colectivismo, y que cuenta con una exagerada confianza en los poderes de la razón individual al considerar que lo que el hombre consigue es fruto del control de esta, a la par que desprecia tanto lo que no proyecta de manera consciente la mente como lo que no le resulta comprensible (Ibidem, 105).

Expuesto lo anterior, ¿dónde encasillar (en caso de que fuese posible) a un personaje como Turgot? No vamos a limitarnos a calificarle por el hecho de su nacionalidad en el grupo de los constructivistas, porque Cantillon, Say y Tocqueville también fueron franceses y no se les cataloga como tales. También es cierto que Turgot tuvo un papel destacadísimo en el gobierno francés, y Schumpeter llega a decir de él que “fue por encima de todo un gran funcionario público que contemplaba el estado y la sociedad con los ojos del funcionario público (…) nada de lo que Turgot ha hecho o ha tenido intención de hacer tiene relación particular alguna con ninguna doctrina, ni científica ni de otro tipo” (1995, 290-291).

En definitiva, creo que alguien como Turgot no puede reducirse a una mera clasificación bajo una etiqueta, ya sea la de ‘enciclopedista’, ‘fisiócrata’, ‘funcionario’, ‘individualista falso, o verdadero’. Entiendo que fue un firme defensor de la libertad y que luchó por los más desfavorecidos enfrentándose a los poderes establecidos, intentando desmoronar el sistema constituido desde adentro, haciendo una revolución de arriba hacia abajo.

Una vez intentado encuadrar ideológicamente a nuestro personaje, y antes de pasar a reseñar sus obras más destacadas, he de señalar que Schumpeter considera que fue tal la importancia de Turgot que hubiera sido un digno compañero para formar un triunvirato junto con dos ilustres contemporáneos como fueron el ‘padre del derecho penal moderno’, el italiano Cesare Beccaria[23] y al famoso escocés, Adam Smith, señalando además Schumpeter, que para él, “no hay duda de que Turgot ha sido el más brillante de los tres, aunque su brillo sufre alguna vez de superficialidad, no en la ciencia económica, pero sí en otros terrenos intelectuales” (1995, 292). Vista la envergadura de nuestro protagonista, pasemos a ver sus obras más reseñables.

Obras y aportaciones significativas

Reflexiones sobre la formación y la distribución de las riquezas (1766)

Esta es sin duda su obra más destacada, si bien se trata solo de un boceto de trabajo que realizó para dos estudiantes católicos chinos (Ko y Yang), quienes querían un sumario de ideas para darlas a conocer en su país natal (De la Nuez 2010, 58), cabe decir emulando a Rothbard que: “¡Rara vez ha surgido un trabajo tan importante de una causa tan trivial!” (2013, 433n).

Respecto a esta obra, Schumpeter señaló:

No es mucho más que un índice analítico bien trabajado para un grueso tratado que no existe. Pero tal como es, el esqueleto teórico producido por Turgot resulta incluso sin tener en cuenta cuestiones de prioridad, claramente superior al esqueleto teórico de la Riqueza de las Naciones de Adam Smith (1995: 293).

Turgot divide su obra en tres partes, pudiendo destacar de la primera de ellas (‘parágrafos 1 a 30’) en la que se nota el influjo fisiócrata al señalar que solo la agricultura es productiva.

En los ‘parágrafos 2 y 4’, ya expone la utilidad de la «especialización en el trabajo» y el beneficio del comercio al señalar lo siguiente:

Ninguna tierra lo produce todo (…) La experiencia no tardaría en enseñar a todos ellos la clase de producto más indicada para su propia tierra, y cada uno se limitaría a cultivarla, a fin de procurarse las cosas que le faltaran recurriendo al intercambio (…) Ocupándose cada uno de un solo género de trabajo, conseguiría hacerlo mucho mejor. El labrador obtendría de su campo la mayor cantidad de productos posible, y con lo que le sobra, mediante el intercambio, podría satisfacer todas esas otras necesidades mucho más fácilmente (…) Cada obrero trabajaría para satisfacer las necesidades de los obreros de todos los demás géneros, los cuales, por su parte, trabajarían todos para él.

En cuanto al «origen de la propiedad privada», podemos ver cómo sigue la teoría de Locke al indicar en su ‘parágrafo 9’:

Fue el trabajo de los primeros que cultivaron los campos, y que los cercaron para asegurarse la cosecha, el que hizo que todas las tierras dejaran de ser comunes a todos y que se establecieran algunos propietarios de tierras (…) sólo podía conservarse la propiedad de un campo del modo en que se había adquirido y prosiguiendo su cultivo.

Una vez que la propiedad pasa a ser privada, los propietarios que no pueden o no desean cultivar sus tierras se plantean formas de sacarle el mayor rendimiento (‘parágrafo 19’). Según Turgot, existen para ello cinco formas diferentes, señala como la primera de ellas el cultivo de las tierras por medio de hombres asalariados (‘parágrafo 20’), método que requiere de un ahorro previo, para al menos poder pagar los salarios de los obreros.

Otra forma de cultivo sería mediante la utilización de esclavos (‘parágrafos 21 a 24’), pero Turgot subraya la baja productividad que acarrea el trabajo obligatorio frente al voluntario:

Los esclavos no tienen motivo alguno para desarrollar los trabajos a los que se les obliga (…) por eso su trabajo produce muy poco. Los amos ávidos, (…) lo único que sabe es forzar a éstos a trabajos aún más duros, continuos y violentos. (…) Y si bien éstos no dan salarios a sus esclavos, en cambio tienen que pagar por ellos un capital considerable para procurarse estos malos obreros.

El tercer método que señala Turgot sería el que se produce mediante la aparición del vasallaje (‘parágrafo 26’), que consistiría en un cambio de mentalidad por parte del amo en la administración de los bienes:

El amo se asegura un disfrute más libre, fácil y seguro interesando a los esclavos en el cultivo y dejando a cada uno cierta extensión de terreno, a condición de que le entreguen parte del producto (…) pagadera en géneros o en dinero (…) los antiguos propietarios conservaron solamente el derecho a exigir el pago de la renta.

El cuarto modo sería aquel por el que el vasallo ya propietario, pretendería disfrutar de la renta de sus tierras, haciendo que otros las trabajaran (‘parágrafo 27’):

El reparto más común fue a partes iguales, una para el colono y otra para el propietario. Lo cual dio lugar a los nombres de aparcero o colono a medias. En este tipo de solución (…) el propietario proporciona todos los adelantos para el cultivo (…) y el alimento para el colono y su familia, desde el momento en que éste entra en la finca hasta la primera cosecha.

Y el quinto y último modo que recoge Turgot sería el de arrendamiento, en la que el propietario dejaba la totalidad de las cosechas, a cambio de recibir una renta constante (‘parágrafos 28 y 29’). Modalidad en la que tanto arrendador como arrendatario saldrían beneficiados, pudiendo el primero disfrutar de una renta fija sin preocuparse por la producción, y el segundo sería consciente de que un aumento en la producción le pertenecería por entero.

De la segunda parte (‘parágrafos 31 a 72’), podemos reseñar, entre otras cosas, cómo subraya el «origen del comercio» al indicar que fue el deseo de satisfacer las necesidades tanto por parte del vendedor como del comprador lo que propició su aparición, y la importante aseveración de que el valor de los bienes es totalmente subjetivo y será determinado por la escala de valores de cada uno de los participantes, señalándolo en el ‘parágrafo 33’ con estas palabras:

La necesidad recíproca introdujo el intercambio de lo que se tiene por lo que no se tiene (…). En estos intercambios ambas partes deben convencer de la cualidad y cantidad de cada uno de los objetos que se intercambian (…) el valor de cada uno de los bienes intercambiados no tiene otra medida que la necesidad o el deseo, así como los medios de los contratantes, equilibrados por una y otra parte, y en modo alguno es fijado sino por el acuerdo de sus voluntades [énfasis añadido].

O a continuación, en el parágrafo siguiente, cuando señala que para la «determinación de los precios» deberá tenerse en consideración tanto la totalidad de la demanda, como de la oferta, con las siguientes palabras:

El valor del trigo y del vino no se debate sólo entre dos particulares en razón de sus necesidades y facultades recíprocas, sino que se fija según el equilibrio de las necesidades y facultades de la totalidad de los vendedores de trigo con las de la totalidad de los vendedores de vino (…) El precio medio entre las diferentes ofertas y demandas se convertirá en el precio corriente al cual todos los compradores y vendedores conformarán sus intercambios.

Siguiendo con el comercio, reconoció que, si bien en una transacción toda mercancía puede llegar a tener un valor en relación con otra diferente,[24] no todas las mercancías podían ser empleadas con la misma facilidad, llegando a ser preferible elegir como escala de comparación, determinados bienes que fuesen de uso común (‘parágrafos 35 a 37’). Indicando que algunos pueblos llegaron a usar como moneda una especie de pequeñas conchas, otros cabezas de ganado, etcétera (‘parágrafo 43’). Y así, se fueron usando distintos bienes como moneda, hasta que se produjo la introducción de los metales como medio de intercambio, de entre los que Turgot destaca especialmente el oro y la plata.

Veamos qué señala Turgot en cuanto a los metales y su utilización como moneda en el ‘parágrafo 44’:

Todos los metales, a medida que fueron descubiertos, fueron admitidos en los intercambios en razón de su utilidad real. Su brillo hizo que se les buscara para servir de adorno; su ductilidad y su solidez les hicieron apropiados para hacer vasos más duraderos y más ligeros que los de arcilla [énfasis añadido].

Apreciamos en estas palabras de Turgot un anticipo de lo que terminaría siendo la ‘Teoría regresiva del dinero’ de Mises, aquella que señala que para un objeto pueda llegar a convertirse en moneda, en primera instancia habrá de gozar de demanda como medio de intercambio.

En el mismo parágrafo, señala además las características por los que metales como el oro y la plata son los más adecuados para utilizar como moneda:

Un trozo de metal cualquiera tiene exactamente las mismas cualidades que otro trozo del mismo metal. (…) Los metales (…) al ser capaces de todas las divisiones imaginables, no hay ningún objeto en el comercio, cuyo valor, pequeño o grande, no pueda ser pagado exactamente por una cierta cantidad de metal. A esta ventaja (…) añaden la de ser inalterables. Y los que son raros, como la plata y el oro, tienen un gran valor con un peso y un volumen muy poco considerables. (…) Estos dos metales son los que más fácilmente permiten verificar su calidad, dividirse cuantitativamente, ser conservados indefinidamente sin alteración, y ser transportados a todos los lugares con los menores gastos.

Señalando en el siguiente parágrafo que la fijación del oro y la plata como moneda fue “sin ninguna convención arbitraria de los hombres, sin intervención de ley alguna, sino por la naturaleza misma de las cosas”, haciendo clara alusión a la importancia de los «órdenes espontáneos», pudiendo traer nuevamente a colación las palabras de Adam Ferguson al respecto al expresar que “las instituciones son resultado de las acciones humanas, pero no de un proyecto humano”.

Turgot reseña sin ambages la «importancia del ahorro previo» para poder llevar a cabo la tarea de producir (‘parágrafos 51 y 54’):

Algunos, bien preocupados por el futuro, o bien simplemente por prudencia, reservaron una parte de lo que iban recogiendo cada año (…) Todas las tareas relativas a la agricultura, la industria y el comercio necesitan ciertos adelantos (…) hay que sembrar antes de recoger (…) Sólo mediante importantes adelantos se obtienen ricos productos y las tierras dan una renta elevada. En cualquier oficio, el artesano necesita herramientas, una cantidad suficiente de materias primas para su trabajo y tiene que vivir en espera de vender sus obras.

Desarrollando casi por completo una «teoría del capital», que resultó ser muy influyente posteriormente. Entendiendo Turgot por capital, en el ‘parágrafo 59’, aquello que los ciudadanos:

Ya sea por la renta de la tierra, ya sea por los salarios de su trabajo o de su industria, recibe cada año más valor de lo que necesita gastar, puede reservar este excedente y acumularlo. Estos valores acumulados son lo que entendemos por un capital […] Quien posee un capital puede, pues, ante todo, emplearlo en comprar tierras, pero también dispone de otros recursos.

Turgot pone de manifiesto (‘parágrafo 61’) la importancia que tienen los poseedores de capital en el desarrollo industrial de la sociedad, al señalar que serán ellos los que tendrán que adelantar el capital para hacer frente a la construcción de las instalaciones, la compra de los distintos materiales, la elaboración de los productos durante las diferentes etapas y de los salarios de los trabajadores, de lo que deducimos la lucidez de Turgot al darse cuenta de que todos los procesos conllevan un transcurso de «tiempo» y a la hora de poner en práctica un proceso de producción habrá que contar con recursos suficientes para sufragar los costes necesarios. Siendo tales los riesgos a los que se enfrenta el poseedor del capital, de ahí que Turgot señale que el beneficio que la empresa deba proporcionarles sea:

Suficiente para resarcirle de lo que le habría producido su dinero si lo hubiera empleado en la compra de tierras, y además del salario debido a su trabajo, a sus preocupaciones, a sus riesgos, a su pericia incluso, pues no hay duda de que, en igualdad de beneficio, él habría preferido vivir tranquilamente de la renta de una tierra que habría podido adquirir con el mismo capital.

A diferencia de los fisiócratas, que eran contrarios al ahorro porque consideraban que el dinero no gastado en consumo ‘escapaba’ de la corriente circular perjudicando la economía (opinión muy pre-keynesiana). Turgot, por el contrario, supo dilucidar que los ahorros en lugar de estrechar la estructura de producción lo que hacían era aumentarla (Rothbard 2013, 438-439).

Otra de las grandes contribuciones de Turgot es la identificación de la «figura del comerciante», al que sitúa entre los productores y los consumidores, y que supone un elemento clave para el desarrollo de la sociedad del que en el ‘parágrafo 67’ indica la importancia de su función al recalcar que, si bien el empresario necesitará vender sus productos cuanto antes para recuperar sus adelantos y obtener sus beneficios, puede darse la situación que las necesidades o posibilidades de los potenciales consumidores no coincidan en el tiempo con la de los empresarios.

Por tanto, y a fin de compaginar intereses tanto de productores como de consumidores, Turgot señala que la figura del comerciante desarrolla esa importante función consistente en:

Comprar la mercancía al productor, acumulándola en almacenes, donde el consumidor puede abastecerse. De este modo el empresario asegura la venta de sus productos y recupera sus fondos y puede dedicarse tranquilamente a nuevas producciones, mientras que el consumidor encuentra a su alcance, en cualquier momento, las cosas que necesita.

Destacando de la tercera y última parte, su precursor y detallado análisis del «préstamo con interés», que cubre desde el ‘parágrafo 73 al 100’.

Turgot comienza señalando en el ‘parágrafo 73’ que se solicitarán préstamos por todo tipo de motivos. Resultando todos ellos indiferentes al acreedor, importándole únicamente, el interés que recibirá y la seguridad de su capital.

En el siguiente parágrafo, realiza una sencilla y a la vez sublime exposición del «fundamento para establecer el cobro de intereses» al señalar:

El propietario del dinero puede legítimamente obtener un interés (…) por la simple razón de que el dinero es suyo. Puesto que es suyo, es libre de conservarlo; ningún deber tiene de prestarlo. Si, pues, lo presta, puede poner a su préstamo la condición que le apetezca. Con ello no causa ningún perjuicio al prestatario, ya que éste se somete a la condición, y no tienen ningún tipo de derecho a la suma prestada.

No menos importante es la explicación que realiza en el parágrafo siguiente respecto al «precio del dinero»:

El precio del dinero, como el de todas las demás mercancías, se regula por el equilibrio entre oferta y demanda. Así, cuando hay muchos prestatarios que tienen necesidad de dinero, el interés de éste está más alto; cuando hay muchos poseedores de dinero que quieren prestarlo, el interés baja. Es un error creer que el interés del dinero en el comercio tiene que ser fijado por normas del gobierno. Es un precio corriente que se fija como el de todas las demás mercancías. (…) La ley no debe fijar el tipo de interés del dinero [énfasis añadido].

En el ‘parágrafo 79’ Turgot subraya que será la cantidad de ahorro, y no la de dinero, la que hará que el tipo de interés sea más o menos bajo, y lo hace con las siguientes palabras:

No es la cantidad de dinero existente como metal lo que hace que el interés del dinero suba o baje (…) únicamente la suma de capitales existente en el comercio, es decir, la suma actual de los valores mobiliarios de toda especie, acumulados, ahorrados sucesivamente sobre las rentas y los beneficios, para ser empleado en procurar a su dueño nuevas rentas y nuevos beneficios. Son estos ahorros acumulados lo que se ofrece a los prestatarios, y cuando mayores son, más bajo será el interés del dinero.

Convirtiéndose de esta forma el tipo de interés en una especie de termómetro, que señalará la abundancia o escasez de capitales que se encuentran disponibles en la sociedad (‘parágrafo 88’); siendo a su vez, el bajo interés del dinero, debido a la abundancia de capitales, lo que animará a todas las empresas a acometer sus inversiones (‘parágrafo 89’).

Podemos acabar señalando que también advierte de las peligrosas «consecuencias de la intervención del Estado» en el libre mercado en el ‘parágrafo 95’, cuando advierte que el tipo de interés establecido entre prestamista y prestatario no es una cantidad que el prestatario entregue al prestamista de forma gratuita por el adelanto recibido, por el contrario, constituye el precio y la condición pactada. Y si el Estado considera que puede apropiarse de una parte de esos beneficios para lo que estime oportuno, el capitalista terminará retirando su dinero y la obtención de financiación por parte de las empresas resultará ser más cara ante la disminución de capitales disponibles, y especifica:

Esta retribución deberá ser sagrada y gozar de total inmunidad, ya que es el precio de un adelanto hecho a la empresa sin el cual ésta no podría mantenerse. Lo contrario significaría aumentar el precio de los adelantos de todas las empresas, y por consiguiente disminuir las empresas mismas (…) El capitalista que presta dinero debe ser considerado como un comerciante de una mercancía absolutamente necesaria a la producción de riqueza.

Elogio de Gournay (1759)

Otra obra destacada es el texto que escribió en honor a uno de sus maestros, Jacques Claude Marie Vincent de Gournay, con motivo de su fallecimiento, en ella, Turgot realiza una defensa apasionada de las virtudes del libre mercado, en el que deberán prevalecer los intereses individuales y sin injerencias por parte del Estado, puesto que “un hombre conoce mejor sus propios intereses que cualquier otro hombre a quien esos intereses le son totalmente indiferentes” (Turgot 2009, 116).

Señalando que será suficiente con que “el gobierno proteja siempre la libertad natural que el comprador tiene de comprar y el vendedor de vender (…) pues [es] el único medio para asegurar, por un lado, al vendedor, un precio capaz de alentar la producción; por otro, al consumidor, la mejor mercancía al mejor precio” (Ibidem, 116-117).

Turgot además aceptaba que en el mercado libre pudiera darse de vez en cuando la figura de un «mercader estafador y la del consumidor incauto», pero caricaturizó los posibles intentos del gobierno de asegurar a los consumidores contra todo posible engaño, señalando que “sería como querer proveer de cojines a todos los niños que se podrían caer” (Rothbard 2013, 428).

Indica Turgot, que el gobierno tiene entre sus finalidades el proporcionar la mayor riqueza posible a la nación, circunstancia que será imposible de cumplir si, como dice Turgot, “en lugar de atenerse al interés de los particulares se mete a prescribir a cada uno lo que tiene que hacer, es claro que todo el beneficio que los particulares perderán por los impedimentos que se les impongan se restará de la suma de la renta neta producida cada año en el Estado” (Turgot 2009, 119).

Otra crítica que hace Turgot al intervencionismo estatal aprovechando el elogio a su maestro, es el relacionado con la ‘protección del comercio’, indicando que cualquier medida que se pretenda implantar para ello,[25] “significa engañarse burdamente sobre las verdades ventajas del comercio (…) al no poder ninguna nación practicar por sí sola el comercio en toda la tierra” (Ibidem).

Concluyendo al respecto lo siguiente:

Desde todos los puntos de vista desde los que el comercio puede interesar al Estado, el interés particular abandonado a sí mismo producirá siempre el bien general con mayor seguridad que las intervenciones del gobierno, siempre falibles y necesariamente dirigidas por una teoría vaga e incierta [énfasis añadido].

Por si el intervencionismo del Estado en los intereses particulares no fuera suficiente impedimento para el desarrollo, Turgot, siguiendo el pensamiento de Gournay, señaló que, ante el aumento de las ‘necesidades’ del Estado, se establecieron un sinfín de arbitrarios impuestos. Respecto a los ingresos públicos y con su clarividencia habitual, Turgot indicó que “la Hacienda es necesaria por cuanto el Estado necesita ingresos; pero la agricultura y el comercio son (…) la fuente de estos ingresos. De ahí que la Hacienda no deba perjudicar al comercio, pues se perjudicaría a sí misma” (Ibidem, 122).

Otras obras

Rothbard en su Historia del Pensamiento Económico reseña especialmente un importante artículo de Turgot que lleva por título Valor y Dinero (1769) que, si bien no llegó a publicarse y quedó inconcluso, trajo grandes aportes a la teoría económica, como el método que utilizó en su elaboración, anticipándose al método que utilizaría Menger a posteriori basado en un «método de aproximaciones y abstracciones sucesivas», comenzando su análisis por un hombre aislado, Rothbard señala que Turgot fue capaz de descubrir leyes económicas que trascendían el intercambio y se aplicaban a todas las acciones individuales (2013, 431).

Análisis que luego amplió a algo muy parecido a lo que posteriormente se conocería como la «teoría ‘austriaca’ del intercambio» entre dos personas aisladas, explicándolo Turgot con las siguientes palabras:

Esta superioridad del valor estimado atribuida por el adquirente a la cosa que adquiere sobre la cosa que entrega es esencial para el intercambio pues es su único motivo. Cada uno permanecería como estaba, si no encontrara un interés, un beneficio personal, en el intercambio, si, en su mente, no considerase que lo que recibe vale más de lo da (citado en Rothbard 2013, 433).

Otra aportación más que destacable de esta obra resultó ser la de su elaboración de un anticipo de lo que llegaría a ser la «teoría de la utilidad marginal decreciente», que dedujo al observar Turgot que una mayor abundancia de un bien conllevaría a un menor valor y viceversa. Llegando Turgot a la conclusión de que la utilidad subjetiva de un bien disminuirá a medida que aumentase su oferta, contribuyendo a resolver la paradoja del valor al señalar que “el agua, a pesar de su necesidad (…) no se considera algo precioso en un país bien surtido; el hombre no trata de hacerse dueño de ella porque la abundancia de este elemento le permite encontrarlo por doquier en torno suyo” (Ibidem, 432). Señalando Rothbard, que lo único que le faltó para completar la teoría fue desarrollar el concepto de unidad marginal.

De igual forma, también percibió que la valoración que hacían las personas de los bienes era subjetiva, y que cambiaba asiduamente, o dicho con sus palabras, que “estas estimaciones no son permanentes, cambian continuamente con la necesidad de las personas”. Y pone como ejemplo que “cuando el salvaje tiene hambre, valora más una pieza de caza que la mejor piel de oso; pero si este apetito queda satisfecho y pasa frío, será la piel de oso lo que se vuelva valioso para él” (Ibidem). Valoración que resultaba ser ordinal y por tanto no estar sujeta a clasificación alguna.

Rothbard señala que Turgot fue también capaz de insinuar una versión elemental de la posterior concepción ‘austriaca’ de que todos los costes son en realidad «costes de oportunidad», es decir, “sacrificios que privan de cierta cantidad de recursos que podrían haberse aplicado en cualquier otra oferta” (Ibidem).

Podemos destacar su Carta al abbé Terray sobre el impuesto del hierro (1773), donde demuestra que todo sistema de «aranceles proteccionistas» es perjudicial, anticipándose a Bastiat cerca de un siglo, señalando:

No hay mercader al que no le gustara ser el único vendedor de su producto. No hay rama del comercio en que los dedicados a ella nos busquen eliminar la competencia y no encuentre algunos sofismas para hacer creer a la gente que interesa al estado impedir al menos la competencia exterior, que representan como el enemigo del comercio nacional. (…) Estos dementes no ven que este mismo monopolio que practican, no contra los extranjeros, como habrían hecho creer al gobierno, sino contra sus propios conciudadanos, consumidores del producto, se vuelve contra ellos por parte de estos conciudadanos, que son a su vez vendedores, en todas las demás ramas del comercio donde los primeros a su vez se convierten en compradores (citado en Rothbard 2013, 429).

Su opinión sobre los «impuestos» además de en sus Reflexiones… (1766), aunque de forma esquemática e inacabada, quedan reflejadas en su Plan para un estudio sobre los impuestos en general (1763), donde demostró de qué forma los impuestos dificultaban el comercio, y que los impuestos al capital destruían el ahorro acumulado y obstaculizaban la industria. En definitiva, Turgot calificó al sistema impositivo de una forma inteligente y perspicaz, “parece que las finanzas públicas, como un monstruo voraz, han estado acechando toda la riqueza de la gente” (Ibidem, 430).

Otra importante contribución de Turgot que quedó relegada al olvido durante mucho tiempo fue el desarrollo de la «ley de rendimientos decrecientes», que plasmó en su artículo Observaciones sobre un escrito de Saint-Péravy (1767), en él, Turgot descompone el error fisiocrático de suponer que existe una proporción fija en los factores físicos en la producción, al señalar que no hay proporciones constantes de factores en agricultura, porque las proporciones varían de acuerdo con el conocimiento de los agricultores, las técnicas utilizadas en la producción, la naturaleza del terreno o las condiciones climáticas. Llegando a reseñar que, “incluso aplicado el mismo campo, [el producto] no es proporcional [a las aportaciones de factores] y nunca puede suponerse que el doble las aportaciones produzca el doble del producto”. No solo son variables las proporciones de los factores respecto al producto, sino que a partir de un punto “todo gasto posterior sería inútil y esos aumentos incluso pueden ser perjudiciales. En este caso, las aportaciones aumentarían sin aumentar el producto. Hay por tanto un punto máximo de producción que es imposible superar” (Ibidem, 435).

En una de sus últimas obras, Escrito sobre el préstamo y el interés (1770), Turgot se centra en la siguiente cuestión, ¿por qué los prestatarios están dispuestos a pagar una prima por el uso del dinero?, y para encontrar la respuesta, Turgot nos invita a comparar “la diferencia de utilidad que existe entre el momento en que se pide prestada una cantidad que se posee en el presente y una suma que ha de recibirse en fecha distinta”, siendo la clave de esta diferencia, «la preferencia temporal», elemento que posteriormente sería clave en la teoría del interés de Böhm-Bawerk, puesto que una suma de dinero que se posee ahora es “preferible a la seguridad de recibir una suma similar dentro de uno o varios años”, y la forma de compensar esa pérdida de valor es precisamente por medio de la utilización del tipo de interés (Ibidem, 441).

Recordemos que además escribió cinco artículos para la Enciclopedia: Etymologie, Existence, Expansibilité, Foires y Fondations.

Conclusiones

Hemos visto que A. R. J. Turgot fue una persona inconformista con el statu quo que primaba en la Francia que le tocó vivir, y que, si bien llegó a ser una de las personas con más poder e influencia del Estado, nunca llegó a sentirse parte de él. Poder que utilizó entre otras cosas para procurar la liberalización del comercio (de grano especialmente), o la supresión de impuestos abusivos, con el fin de que ingentes cantidades de personas no perecieran de inanición.

Una vez que llegó a los puestos más altos del Ejecutivo, quizá tuvo prisa por hacer mucho y bien, y daba la sensación de que no necesitaba de nadie más que de su rey, y si bien era una parte importante del gobierno, no era el único miembro de este, ni siquiera el principal.

Con sus medidas liberalizadoras, Turgot se granjeó poderosos enemigos, en realidad, a todos aquellos que contaban con algún privilegio en la Francia del Antiguo Régimen, como el Parlamento, la Corte o el clero, que no cejaron en su empeño de presionar al rey hasta que consiguieron que lo destituyera.

Ya hemos visto que su obra más importante, sus Reflexiones… (1766) no dejó de ser un sumario de sus ideas para unos estudiantes católicos chinos que tenían interés en darlas a conocer en su país. Y aunque su obra fue breve y desestructurada, cabe señalar que en ella encontramos grandes avances en teoría económica que fueron objeto de posterior desarrollo por las principales figuras del liberalismo, como su crítica a los ‘aranceles proteccionistas’, adelantándose a Bastiat, o su teoría del capital, que posteriormente fue retomada y completada por Böhm-Bawerk, quien quizá no le reconoció el mérito debido a Turgot sobre sus avances, por recordar un par de ejemplos de los muchos vistos en el trabajo

En definitiva, si Turgot, en su afán por cambiar las cosas, no se hubiera granjeado la enemistad de tan poderosos enemigos, y Luis XVI hubiese hecho caso a sus propuestas, ¿cabe incluso que la Revolución francesa no hubiera llegado a tener lugar? Quizá sea exagerado siquiera presuponerlo, pero quizás no, nunca lo sabremos.


Notas

[1] Este presente trabajo de investigación corresponde a Ricardo Romero, actualmente estudiante del doctorado de Economía en la Universidad Rey Juan Carlos de Madrid, España.

[2] David Hume señaló que el problema de la monarquía francesa era su sistema recaudatorio que resultaba ser, “caro, inicuo, arbitrario y complicado que desalienta el esfuerzo de los pobres, y en especial de campesinos y granjeros, y convierte a la agricultura en oficio de mendigos y esclavos” (citado en De la Nuez 2010, 16n).

[3] Recordemos que Luis XVI fue hijo de Luis el Delfín y de su segunda esposa María Josefa de Sajonia, siendo por tanto nieto de Luis XV, y llegándose a convertir en heredero al trono al fallecer prematuramente tanto su padre como su hermano mayor.

[4] Gobierno que en aquel momento se encontraba compuesto por cuatro Secretarías de Estado: Asuntos Exteriores, Marina, y Colonias, Guerra y Maison du roi, (servicios al Rey, asuntos religiosos, régimen carcelario y administración de la pena capital), a lo que había que añadir el cargo de Controleur Général de Finances (que haciendo una analogía podría corresponder a los ministerios de Interior, Economía y Hacienda, y Fomento), a los que había que sumar el Garde des sceaux, que contaba con atribuciones judiciales (De la Nuez 2010, 21).

[5] En realidad, la circunscripción financiera se denominaba Généralités y la administrativa Intendencia, pero en el lenguaje popular se convirtieron en sinónimos.

[6] Ser prior era una prerrogativa que solo se otorgaba a jóvenes con talento y gran porvenir. Entre sus cometidos se encontraba presidir las asambleas de los estudiantes donde leían sus tesis, que el prior inauguraba y clausuraba con sendos discursos en latín. Llegando a alcanzar algunos de los discursos de Turgot cierta fama entre los salones de París (De la Nuez 2010, 39).

[7] Señala N. Elias en La sociedad cortesana (1982), que la venta de cargos aparte de una forma de conseguir ingresos para la Corona constituía también un instrumento más en la lucha del rey con la nobleza, puesto que era una manera de desplazar a la alta nobleza de ciertos ámbitos, con lo que conseguía limitar su poder (citado en De la Nuez 2010, 42n).

[8] Limoges se caracterizaba por ser una zona interior, montañosa, cuyos suelos eran poco fértiles, y que contaba con un comercio y un desarrollo de la agricultura bastante atrasados. Sus comunicaciones eran complicadas y se encontraba lejos de París. Como consecuencia de ello, la alimentación era pobre y escasa. En conclusión, era una de las zonas más atrasadas de Francia (De la Nuez 2010, 49).

[9] Solo a modo enunciativo señalar que había innumerables impuestos indirectos, sobre la sal (gabelle), las bebidas, los alimentos, el cuero… y también directos, siendo el más oneroso e impopular la taille, siendo otro execrable ejemplo la corvée (De la Nuez 2010, 53-54).

[10] Turgot le envío siete cartas al entonces Controleur  Général (Terray), donde le mostraba su frustración e impotencia y le instaba a que sin libertad de comercio de grano, los campesinos perecerían de inanición (Ibidem, 55).

[11] Maurepas sabía que Turgot no tenía apoyo alguno en la Corte y tampoco tenía una idea en común con nuestro protagonista, pero sabía que era muy admirado por los ‘hombres de letras’, de quienes quería conseguir su aceptación, de esta manera es llamado Turgot a formar parte del gobierno, de una manera ciertamente accidental (De la Nuez 2010, 59).

[12] Turgot tenía intención de llevar a cabo una reorganización para conseguir una mejora del comercio, y una mayor prosperidad para las colonias en las que tenía intención de abolir tanto la esclavitud como la trata de negros. También manifestó su intención de construir nuevas embarcaciones, desarrollar experimentos de desalación, y fomentar viajes de investigación, y todo esto en poco más de un mes (Ibidem, 60).

[13] Hay numerosas teorías que señalan que los disturbios fueron un complot y que formaban parte de una conspiración organizada que apunta hacia el Príncipe de Conti, enemigo declarado del Controleur Général (De la Nuez 2010, 67-68).

[14] En él se recogen las mismas ideas que señaló en las Cartas sobre la tolerancia, esto es, libertad de conciencia, la separación del poder temporal y espiritual, la falta de competencia de los príncipes en temas de religión, descartando que el rey tuviera autoridad alguna sobre la conciencia de los súbditos, subrayando que el rey que obligara a sus súbditos, o bien a practicar una religión, o a dejar la que profesan, estaría cometiendo igualmente un crimen (De la Nuez 2010, 70-71).

[15] El Dr. Quesnay (1694-1774), fundador y líder de la fisiocracia, fue médico personal de Madame de Pompadour, la amante de Luis XV, llegando pocos años después a convertirse también en médico personal del monarca. Introduciéndose en cuestiones económicas a la avanzada edad de 60 años (Rothbard 2013, 405-406).

[16] El Marqués de Gournay (1712-1759) fue su mentor en economía y en la administración, así como un firme defensor de la libertad industrial y mercantil. Hizo que Turgot se interesase por la economía, incitándole a leer a economistas ingleses y al filósofo David Hume. De Gournay fue de quien Turgot se impregnó su interés por el laissez-faire. Como tributo a su persona, Turgot escribió la Elegía a Gournay (1759) (Ibidem, 426-427).

[17] Si bien es cierto que Turgot escribió de manera anónima cinco artículos para la Enciclopedia: Etymologie, Existence, Expansibilité, Foires y Fondations. Con dichos artículos demostraba su interés por gran variedad de cuestiones, como la literatura, las ciencias naturales, la poesía o la historia. Dejó de colaborar con la Enciclopedia cuando fue proscrita en 1759 (De la Nuez 2010: 47).

[18] Traducción personal del inglés al español de la siguiente cita de Rothbard:

Turgot was close to the physiocrats not only in advocantig freedom of trade but also in calling for a single tax on the «net product» of land.

[19] El término «individualismo», al igual que el de «socialismo», son creaciones de los fundadores del socialismo moderno (Saint-Simon y sus seguidores), quienes enunciaron el término «individualismo» para dibujar la sociedad competitiva a la que se oponían (Hayek 2019, 98).

[20] Donde señala como representantes en sus inicios a John Locke, Bernard de Mandeville, David Hume, alcanzando su culmen con Josiah Tucker, Adam Ferguson, Adam Smith y Edmund Burke, siendo los máximos representantes de este en el siglo XIX, Alexis de Tocqueville y Lord Acton (Ibidem).

[21] Señalando como representantes de este tipo de individualismo a los enciclopedistas, a Rousseau y a los fisiócratas (Ibidem, 100).

[22] Que en obras posteriores calificó como «constructivismo» o «constructivismo racionalista» (Ibidem).

[23] Cesare Bonesana, marqués de Beccaria (1738-1794), jurista y economista italiano, autor de la obra “De los delitos y de las penas” (1764), obra que se encargó de revolucionar el derecho penal. Recuperado el 31 de julio de 2021 y disponible en: https://www.biografiasyvidas.com/biografia/b/beccaria.htm

[24] Pone el ejemplo de que, si un celemín de trigo equivale a seis pintas de vino, y un borrego equivale a tres celemines de trigo, ese borrego equivaldrá a dieciocho pintas de vino.

[25] Ejemplos de injerencias del Estado sobre el comercio que señala Turgot podrían ser intentar que la tierra produzca unas provisiones en lugar de otras; establecer unas manufacturas en lugar de otras; prohibir algunas producciones, fomentar otras, o llegar a prohibir ciertas industrias por el temor de perjudicar a otras; o llegar a establecer manufacturas a cargo del tesoro público (2009, 119).


Bibliografía

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