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El hombre sin atributos

James Damore pasó su momento de gloria. Elaboró un cuidado informe en el cual criticaba la política de su empresa, Google, de discriminar contra los varones blancos, como él, para que la distribución racial, sexual, de sus ingenieros, se acercase a la que se da en el conjunto del país. Un objetivo, todo sea dicho, buscado sólo a medias. Pues una compañía como Google, con decenas de miles de empleados desparramados por todo el orbe debería aspirar a que cada departamento fuese una réplica étnica de la población mundial. Así, uno de cada cuatro empleados sería asiático o africano. Por la razón que fuere, han renunciado a tan noble empeño. Tampoco han extendido su voluntad de réplica demoscópica al ámbito ideológico, pues dejaron claro que un empleado puede expresar libremente sus opiniones en la empresa, siempre que sigan fielmente la posición de la compañía.

Las inconsistencias de la compañía tienen, en realidad, menos interés que el inquietante juego ideológico que se manifestó de forma célebre en aquél episodio, pero que vemos a diario sin más que poner cualquier informativo (así se llaman) televisivo. Se trata del juego de las identidades. Cada persona tiene una suma de atributos que, tomados conjuntamente, son únicos. No hay dos individuos iguales. Este hecho confiere a cada individuo, por su carácter único, su dignidad. No es una réplica y, como tal, no se puede sacrificar sin mayor coste que esperar a que aparezca otro de su clase. No. Con cada individuo vive, o muere, un ser irrepetible. Quien otorga valor a los individuos los cuenta uno a uno, mientras que los dictadores y los intelectuales, al menos algunos, los cuentan por millones.

Esos atributos son inherentes a la persona. Su raza y su sexo y su físico, su lugar de nacimiento y el momento en que lo hizo, su biografía y el modo en el que sus elecciones le han ido moldeando personalmente. Su identidad, como sugiere el carnet asociado a un número exclusivo, es también única y es la de esa persona. Ese carácter único, por otro lado, nos coloca a todos en pie de igualdad. El reclamo de los cerdos en Rebelión en la granja de que “unos son más iguales que otros” no es más que un absurdo imaginado por el genio de Orwell. Todos somos iguales en la dignidad pues todos somos diferentes a todos los demás.

Pero la palabra identidad, como muchas otras, ha sido secuestrada por la política, que nos la ha devuelto con un significado retorcido. El primer paso es señalar que la identidad de la persona pasa por su pertenencia a tal o cual grupo humano. Lo que le identifica ya no son sus atributos, sino su raza, su sexo y demás.

El segundo paso en esa transformación es que esa identidad es lo que define a la persona. No se juzga lo que hace en función de unos criterios morales, o incluso legales, universales, sino que su comportamiento se calibra en función de cuál sea su identidad en ese sentido. Es más, esas identidades están cargadas de connotaciones positivas o negativas, juicios inapelables, y sobre los cuales los individuos nada pueden hacer. Unos son verdugos, culpables de una opresión histórica, mientras que otros son las víctimas que habrán de ser resarcidas de una u otra forma. Esto ya lo describió Thomas Sowell en su trilogía sobre los ungidos.

El tercero, y ya nos acercamos al objetivo, es someter esas identidades a un férreo control ideológico y político. Por un lado se construyen los andamios de esos juicios colectivistas sobre las distintas identidades, y por otro la política se articula a partir de éstas. La política ya no tiene pretensiones de ser universal o de atender a la mejora de situaciones generales en las que podría caer cualquier individuo, como la pobreza o la falta de salud, sino que se fragmenta en identidades.

Esas identidades tienen un ancla con el individuo quien, al fin y al cabo, sigue teniendo atributos. Si le identificamos como un hombre es porque ES un hombre. Pero es entonces cuando encaja el cuarto paso de este secuestro de la palabra identidad: ésta no depende ya de las cualidades que pueda tener la persona concreta. Por eso se dice que el género es una imposición social y, como tal, es arbitraria. Y que, en consecuencia, podemos modificar el género de la persona sin más que desearlo. Aunque para ello, claro está, haya que asumir todo el corpus ideológico inoculado a tal o cual entidad sexual. Por eso se dice que la sordera no es una discapacidad, sino una forma alternativa de vida. Por eso se dan casos como el de Rachel Dolezal, una mujer blanca que se definió como negra y que incluso llegó a ser la líder de la Asociación Nacional para el Avance de las Personas de Color, la principal asociación negra estadounidense. Cuando se descubrió que, en realidad, era blanca, cuando se supo de la vergüenza que pasaban sus padres al verla en una impostura así, Dolezal abandonó el cargo diciendo: “Yo me identifico como negra”. Y así es. Se identificaba como negra porque había asumido la ideología adherida a la identidad “negra”. El nacionalismo es una ideología identitaria, y también desvincula a la persona de sus atributos. Nacionalista es el que asume esa ideología colectivista y excluyente, no quien haya nacido en el país o el territorio.

Hay una realidad que incluso la ideología identitaria no puede negar, y no es posible desvincular del todo los atributos de una persona de su identidad. Pero el objetivo último es crear un hombre sin atributos, robándole la expresión a Robert Musil, y borrar así lo que le hace único. Y suplantar su verdadera identidad individual, única, con identidades de laboratorio, cargadas de ideología. De este modo, la persona pierde su capacidad de decidir por sí misma, y asume el rol otorgado por la ideología identitaria; una ideología que se ha convertido en una de las mayores amenazas para nuestra libertad.

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