Servidumbre involuntaria

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Si hay algo a lo cual un libertario debe oponerse completa y firmemente, es a la servidumbre involuntaria –el trabajo forzado–, un acto que niega el derecho más elemental de propiedad, el derecho sobre uno mismo. La “libertad” y la “esclavitud” siempre han sido reconocidas como polos opuestos. El libertario, por lo tanto, está absolutamente en contra de la esclavitud.[1] En la actualidad se trata de una cuestión académica; ¿quién podría poner objeciones a esto? Pero, ¿es realmente así? Porque, ¿qué es la esclavitud sino a) forzar a las personas a trabajar en las tareas que el amo determine, y b) pagarles lo estrictamente necesario para la mera subsistencia o, en cualquier caso, menos que lo que el esclavo habría aceptado por propia voluntad? En resumen, se trata de trabajo forzado con salarios menores que los del mercado.

Por ende, ¿en los Estados Unidos de hoy estamos realmente liberados de la “esclavitud”, de la servidumbre involuntaria? ¿Se acata la prohibición de la servidumbre involuntaria expresada en la Decimotercera Enmienda?[2]

El Servicio Militar Obligatorio

Seguramente, como ejemplo, no puede haber un caso más evidente de servidumbre involuntaria que el sistema de el servicio militar obligatorio que rige en los Estados Unidos. Todo joven tiene la obligación de registrarse en el sistema de servicio militar al cumplir 18 años. Debe llevar siempre consigo su tarjeta de reclutamiento, y en cualquier momento en que el gobierno federal lo considere apropiado, es reclutado por las autoridades e incorporado a las fuerzas armadas. Una vez allí, su cuerpo y su voluntad ya no le pertenecen; está sujeto a los dictados del gobierno y puede ser obligado a matar y a poner su propia vida en peligro si las autoridades así lo decretan. Si el reclutamiento no es servidumbre involuntaria, entonces, ¿qué otra cosa lo es?

El argumento a favor del sistema de servicio militar obligatorio está impregnado por una concepción utilitaria. Así, el gobierno aduce: ¿Quién nos defenderá de un ataque exterior si no utilizamos la coerción para reclutar a nuestros defensores? Un libertario puede refutar de diversas maneras esta línea de razonamiento. En primer lugar, si usted, yo y nuestro vecino pensamos que necesitamos defensa, no tenemos ningún derecho moral a utilizar la coerción –la bayoneta o el revólver– con el fin de forzar a otro a defendernos. Éste es un acto tan injustificable de agresión –de secuestro y posible asesinato– como el supuesto ataque del cual intentamos precavernos en un principio. Si agregamos que los conscriptos deben sus cuerpos y sus vidas, de ser necesario, a la “sociedad” o a “su país”, entonces debemos replicar: ¿Quién es esta “sociedad” o este “país” al que se utiliza como símbolo para justificar la esclavitud? Simplemente está formada por todos los individuos en el territorio excepto los jóvenes reclutados. La “sociedad” y el “país” son en este caso abstracciones míticas con las cuales se encubre la abierta utilización de la coerción para promover los intereses de individuos específicos.

En segundo lugar, pasando a un plano utilitario, ¿por qué se considera necesario reclutar defensores? Nadie es reclutado en el mercado libre y, sin embargo, la gente obtiene en él, mediante la compra y la venta voluntarias, cualquier tipo concebible de bienes y servicios, incluso los más fundamentales. En el mercado, la gente puede, y de hecho lo hace, obtener alimento, albergue, vestimenta, atención médica, etc. ¿Por qué no pueden contratar también defensores? De hecho, hay mucha gente que cada día es contratada para llevar a cabo servicios peligrosos: bomberos para combatir los incendios forestales, guardabosques, pilotos de pruebas, y… policías, guardias y vigilantes privados. ¿Por qué no es posible contratar a los soldados de la misma manera?

O, para decirlo con otras palabras, el gobierno emplea millares de personas para toda clase de servicios: camioneros, científicos, mecanógrafos. ¿Por qué ninguno de ellos tiene que ser reclutado? ¿Por qué no hay en esas ocupaciones una “escasez” que supuestamente obligue al gobierno a recurrir a la coerción para obtenerlas? Vayamos un paso más adelante y veamos que incluso dentro del ejército no hay “escasez” de oficiales ni necesidad de reclutarlos; nadie recluta generales o almirantes. La respuesta a estas preguntas es simple: no hay escasez de mecanógrafos gubernamentales porque el gobierno los contrata en el mercado con el salario que estipula el mercado; no hay escasez de generales porque son muy bien pagados, en salarios, gratificaciones y pensiones. Hay escasez de soldados rasos porque su paga es –o era, hasta hace muy poco tiempo– infinitamente menor que el salario de mercado. Durante años, aun incluyendo el valor monetario de la comida, la vivienda y otros servicios provistos en forma gratuita a los militares, la remuneración de un soldado raso era algo así como la mitad del salario que podría ganar en la vida civil. ¿Es extraño que haya habido una escasez crónica de jóvenes alistados? Se sabe desde hace años que el modo de inducir a las personas a postularse como voluntarios para trabajos arriesgados era ofrecerles un pago adicional como compensación. Pero el gobierno les ha venido pagando la mitad de lo que podrían ganar en la vida privada.[3]

El reclutamiento de médicos resulta especialmente ignominioso, porque están sujetos a él a edades mucho más avanzadas que todos los demás. ¿Es que se los castiga por haberse dedicado a la medicina? ¿Cuál es la justificación moral de la pesada carga que soporta esta profesión en particular, cuya importancia es vital? ¿Es ésta la manera de remediar la escasez de médicos: hacer saber a todos los hombres que si estudian medicina seguramente serán reclutados, y a una edad especialmente avanzada? También en este caso, la necesidad de médicos en las fuerzas armadas podría satisfacerse sencillamente si el gobierno estuviera dispuesto a pagarles el salario de mercado, más un adicional para compensarlos por el trabajo riesgoso. Si el gobierno desea contratar a físicos nucleares o estrategas altamente especializados, encuentra maneras de hacerlo con salarios extremadamente atrayentes. ¿Acaso los médicos son seres humanos inferiores?

El Ejército

Si bien el servicio militar obligatorio en las fuerzas armadas es una forma evidente y agravada de servidumbre involuntaria, hay otra mucho más sutil y, por ende, menos detectable: la estructura misma del ejército. Consideremos esto: ¿en qué otra ocupación en el país existen severas penas, incluyendo la prisión y en algunos casos la ejecución, por “deserción”, es decir, por renunciar a ese empleo particular? Si alguien renuncia a General Motors, ¿se lo fusila al amanecer?

Podría objetarse que, en el caso de los miembros del ejército, el soldado u oficial ha aceptado voluntariamente servir durante un período determinado, y por lo tanto está obligado a continuar en servicio hasta que éste haya finalizado. Pero todo el concepto de “período de servicio” es parte del problema.

Supongamos, por ejemplo, que un ingeniero firma un contrato con ARAMCO para servir por tres años en Arabia Saudita. Luego de unos meses decide que esa vida no es para él y renuncia. Esto bien podría ser un incumplimiento moral por su parte, una violación de su obligación moral. Pero ¿es una obligación legalmente exigible? En resumen, ¿puede o debería ser obligado por el gobierno, con su monopolio de armamentos, a continuar trabajando por lo que resta de su período? Si así fuera, eso sería trabajo forzado y esclavitud, dado que, si bien es cierto que hizo una promesa de trabajo futuro, en una sociedad libre su cuerpo sigue siendo de su exclusiva propiedad. En la práctica, y también en la teoría libertaria, el ingeniero podría ser moralmente criticable por su falta, incluido en una lista negra por otras empresas petroleras, obligado a devolver cualquier pago adelantado que la compañía le hubiera entregado, pero no quedaría esclavizado a ARAMCO por el período de tres años.

Pero si esto es válido para ARAMCO, o para cualquier otra ocupación o trabajo en la vida privada, ¿por qué debería ser diferente en el ejército? Si un hombre se compromete por escrito a prestar servicio durante siete años y luego renuncia, debería permitírsele hacerlo. Perdería los derechos a una pensión, sería pasible de una crítica moral, podría ser incluido en una lista negra para desempeñar ocupaciones similares, pero no es posible, dado que es propietario de sí mismo, esclavizarlo contra su voluntad.

Podría argüirse que las fuerzas armadas constituyen una ocupación cuya peculiar importancia requiere este tipo de sanción coercitiva que no es necesaria en otros trabajos. Dejando de lado ocupaciones tan importantes como la medicina, la agricultura y el transporte, que no necesitan recurrir a esos métodos, consideremos una tarea de defensa comparable en la vida civil: la policía. Con toda seguridad la policía realiza un servicio igualmente vital, quizá más y, sin embargo, todos los años hay personas que se incorporan a la fuerza y otras que renuncian a ella, y no existe coerción alguna que las obligue a años de alistamiento. Además de exigir el fin del servicio militar obligatorio, entonces, los libertarios también proponen abandonar el concepto de un período de servicio y la práctica de la esclavitud que eso implica. Hay que dejar que las fuerzas armadas operen de maneras similares a la policía, los bomberos, los guardabosques, los guardias privados, etc., libres del ultraje y del crimen moral de la servidumbre involuntaria.

Pero queda mucho por decir respecto del ejército, incluso si el servicio fuera completamente voluntario. Los estadounidenses han olvidado casi por completo uno de los elementos más nobles y fuertes de la herencia norteamericana original: la decidida oposición a la institución de un “ejército permanente”. Un gobierno que tiene a su disposición un ejército permanente siempre estará tentado de usarlo, y de usarlo de manera agresiva, intervencionista y belicosa. Si bien nos ocuparemos más adelante de la política exterior, es obvio que un ejército permanente es un constante incentivo para que el Estado aumente su poder, domine a otras personas, así como también a otros países, y ejerza su hegemonía en la vida interna de la nación. El objetivo original del movimiento jeffersoniano –un factor ampliamente libertario en la vida política estadounidense– fue abolir totalmente al ejército y la armada permanentes. Según el principio estadounidense primordial, si la nación era atacada los ciudadanos se apresurarían a unirse para repeler al invasor. En consecuencia, una fuerza armada permanente sólo podía llevar a la confusión y al acrecentamiento del poder del Estado. En su agudo y profético ataque a la Constitución propuesta en la convención ratificatoria de Virginia, Patrick Henry hizo una advertencia respecto del ejército permanente: “El Congreso, por el poder de recaudar impuestos, por el de organizar un ejército y por su control sobre la milicia, tiene la espada en una mano y la bolsa en la otra. ¿Estaremos a salvo sin una ni la otra?”[4]

Cualquier ejército permanente, entonces, implica una constante amenaza a la libertad. El monopolio de los armamentos, la moderna tendencia a la creación y el sostenimiento de un “complejo industrial militar” para proveer al ejército, y por último, pero no lo menos importante, tal como lo señala Patrick Henry, el poder de recaudar impuestos para financiarlo, implican una constante amenaza de que ese ejército se expanda en magnitud y en poder. Por supuesto, el libertario se opone a cualquier institución mantenida mediante impuestos debido a su carácter coercitivo, pero un ejército representa una amenaza singular porque acumula y concentra en una única agrupación el poder masivo del armamento moderno.

Las Leyes Anti-huelgas

El 4 de octubre de 1971, el presidente Nixon invocó la ley Taft-Hartley para obtener un mandato judicial que obligara a la suspensión por ochenta días de una huelga de los trabajadores portuarios; ésa fue la novena vez que el gobierno federal recurrió a esa ley en una huelga de los portuarios. Unos meses antes, el titular del sindicato de maestros de la ciudad de Nueva York fue encarcelado durante varios días por contravenir una ley que prohibía a los empleados públicos realizar huelgas. No hay duda de que conviene ahorrarle a un pueblo tan sufrido los inconvenientes producidos por las huelgas. Sin embargo, la “solución” impuesta fue, lisa y llanamente, el trabajo forzado; los trabajadores fueron obligados a retomar sus tareas contra su voluntad.

En una sociedad que dice oponerse a la esclavitud y en un país que ha prohibido la servidumbre involuntaria, no hay excusa moral para que ninguna acción legal o judicial prohíba las huelgas o encarcele a los líderes sindicales que no obedecen esa prohibición. Por lo común, la esclavitud es con demasiada frecuencia más adecuada para los esclavistas.

Por cierto, la huelga es una forma peculiar de paralización del trabajo. Los huelguistas no dejan sencillamente de trabajar; de alguna manera también sostienen, en un sentido metafísico, que aún son “dueños” de sus puestos de trabajo y tienen derecho a ellos, y pretenden retomarlos cuando los problemas se resuelvan. Pero la solución para esta política contradictoria en sí misma, como también para privar a los sindicatos de su poder disruptivo, no es aprobar leyes que prohíban las huelgas, sino derogar la legislación, federal, estatal y local, que les confiere a aquéllos privilegios gubernamentales especiales. Todo cuanto se necesita, tanto para el principio libertario como para una economía saludable, es eliminar y abolir esos privilegios especiales.

Tales privilegios se conservan como una reliquia en la ley federal –sobre todo en la Ley Wagner-Taft-Hartley, aprobada inicialmente en 1935, y en la Ley Norris-LaGuardia de 1931–. Esta última prohíbe a las cortes emitir mandatos judiciales en casos de inminente violencia sindical; la primera obliga a los empleadores a negociar “de buena fe” con cualquier gremio que gane por mayoría de votos en una unidad de trabajo arbitrariamente definida por el gobierno federal, y también les prohíbe a los empleadores discriminar contra los organizadores sindicales. Sólo después de la Ley Wagner –y de su predecesora, la NIRA,[5] en 1933– los gremios se convirtieron en una fuerza poderosa en la vida estadounidense. Los sindicatos experimentaron un crecimiento desmesurado, de aproximadamente 5% a más del 25% de la fuerza de trabajo. Además, las leyes locales y estatales generalmente protegen a los gremios contra las demandas judiciales e imponen restricciones al poder del empleador de contratar mano de obra que rompa la huelga; en cuanto a la policía, por lo común se le ordena que no interfiera en los actos de violencia que llevan a cabo los piquetes gremiales contra quienes intentan ir a trabajar. Si se eliminan estos privilegios e inmunidades especiales, los sindicatos volverán a tener un rol insignificante en la economía estadounidense.

Es característico de la tendencia estatista el hecho de que, cuando la indignación general contra los gremios llevó a la Ley Taft-Hartley de 1947, el gobierno no derogó ninguno de esos privilegios especiales. En lugar de hacer eso impuso restricciones especiales sobre los sindicatos con el propósito de limitar el poder que el mismo gobierno les había dado. Ante una alternativa, la tendencia natural del Estado es acrecentar su poder, no reducirlo; pero aquí tenemos la peculiar situación en la cual el gobierno inicialmente intensifica el poder de los sindicatos y luego clama por restricciones contra ese poder. Esto recuerda los programas agrícolas del Estado, en los cuales una rama del Departamento de Agricultura les paga a los agricultores para que restrinjan su producción, mientras otra rama de la misma agencia les paga para que la aumenten. Sin duda, esto es irracional desde el punto de vista de los consumidores y los contribuyentes, pero perfectamente racional desde la perspectiva de los agricultores subsidiados y del creciente poder de la burocracia. De manera similar, la política aparentemente contradictoria del gobierno respecto de los sindicatos sirve, primero, para incrementar su poder sobre las relaciones laborales, y segundo, para impulsar un sindicalismo adecuadamente integrado al Establishment y consustanciado con éste, como socio menor en el rol del gobierno sobre la economía.

El Sistema Tributario

En cierto sentido, todo el sistema de recaudación impositiva es una forma de servidumbre involuntaria. Tomemos, en particular, el impuesto a la renta. Los altos niveles de impuesto a la renta significan que todos los estadounidenses trabajan gran parte del año –varios meses– para nada; trabajan para el Tío Sam antes de tener permiso para poder disfrutar de sus ingresos en el mercado. Después de todo, una parte de la esencia de la esclavitud es el trabajo forzado de alguien que recibe poca o ninguna paga. Pero el impuesto a la renta significa que la gente se esfuerza en ganar su ingreso, sólo para ver que el gobierno se queda con una porción sustancial, mediante la coerción, para sus propósitos personales. ¿Qué es esto sino trabajo forzado sin paga?

La retención característica del impuesto a la renta es una instancia aun más inequívoca de servidumbre involuntaria, dado que, tal como argumentó hace algunos años la intrépida industrialista de Connecticut, Vivien Kellems, el empleador está obligado a perder tiempo, trabajo y dinero en la tarea de deducir y transferir los impuestos de sus empleados a los gobiernos (al federal y a los estatales), pero no recibe recompensa alguna por este gasto. ¿Qué principio moral justifica que el gobierno obligue a los empleadores a actuar como recaudadores de impuestos sin pagarles?

El principio de retención, por supuesto, es la pieza clave de todo el sistema federal del impuesto a la renta. Sin el firme y relativamente indoloro proceso de deducción de impuestos de los sueldos, el gobierno nunca podría esperar recaudar los altos niveles que tributan los trabajadores en una suma global. Pocas personas recuerdan que el sistema de retenciones fue instituido durante la Segunda Guerra Mundial y supuestamente sería sólo un recurso para el tiempo de guerra. Como tantas otras características del despotismo del Estado, sin embargo, esta medida de emergencia pronto se convirtió en una parte consagrada del sistema estadounidense.

Quizá resulte significativo el hecho de que el gobierno federal, al que Vivien Kellems desafió a que probara la constitucionalidad del sistema de retenciones, no aceptó el desafío. En febrero de 1948, la señorita Kellems, una pequeña fabricante de Westport, Connecticut, anunció que no acataba la ley de retenciones y se rehusaba a deducir el impuesto a sus empleados. Exigía que el gobierno federal la acusara, para que las cortes pudieran dictaminar sobre la constitucionalidad del sistema de retenciones. El gobierno se negó a hacerlo, pero dedujo la cantidad adeudada de su cuenta bancaria. La señorita Kellems inició entonces una demanda ante un juzgado federal para que el gobierno le devolviera sus fondos. Cuando la demanda llegó finalmente a juicio en febrero de 1951, el jurado ordenó al gobierno la restitución del dinero. Pero nunca se dio la prueba de la constitucionalidad.[6]

Para añadir el insulto a la injuria, el contribuyente individual, al completar su formulario fiscal, también está obligado a trabajar gratuitamente en la ardua e ingrata tarea de contabilizar cuánto le debe al gobierno, y no puede cobrarle por el costo y el trabajo insumidos en la elaboración de su declaración de impuestos. Además, la ley que requiere que todos completen este formulario impositivo es una clara violación de la Quinta Enmienda de la Constitución, que prohíbe que el gobierno obligue a alguien a declarar contra sí mismo. Sin embargo, las cortes, usualmente celosas en cuanto a la protección de los derechos de la Quinta Enmienda en áreas menos sensibles, no han hecho nada al respecto, en un caso en el cual está en juego toda la existencia de la prominente estructura del gobierno federal. La revocación del impuesto a la renta, o de la retención, o de las provisiones en cuanto a la autoincriminación, obligaría al gobierno a retrotraerse a los niveles de poder, obviamente menores, que tenía antes del siglo xx, para bien del país.

Los impuestos a las ventas minoristas, los indirectos y los de admisión también imponen un trabajo no retribuido; en estos casos, el del minorista que debe recoger y enviar  esos impuestos al gobierno.

Los altos costos de recaudación de impuestos para el gobierno tienen otro lamentable efecto, quizá no imprevisto por los poderes instituidos. Estos costos, que las empresas importantes asumen fácilmente, imponen una carga desproporcionadamente pesada y a menudo agotadora para el pequeño empleador. Los grandes empresarios soportan de buen grado el costo al saber que sus pequeños competidores sufren mucho más la carga.

Las Cortes de Justicia

El trabajo obligatorio forma parte de nuestra estructura legal y judicial. Así, el reverenciado procedimiento judicial descansa sobre el testimonio coercitivo. Dado que es axiomático para el libertarianismo que toda coerción –en este caso, todo trabajo coercitivo– contra cualquiera, salvo los criminales convictos, debe ser eliminado; esto significa que también hay que abolir el testimonio compulsivo. En los últimos años, las cortes han aplicado la protección de la Quinta Enmienda por la cual ningún supuesto criminal puede ser obligado a declarar contra sí mismo, es decir, a proporcionar los elementos para su propia condena. Las legislaturas han debilitado significativamente esta protección al aprobar leyes de inmunidad que ofrecen la exención del procesamiento a quien testifique contra sus cómplices y, más aun, fuerzan al testigo a aceptar este ofrecimiento. Pero obligar a alguien a que preste testimonio por cualquier motivo es trabajo forzado, y además es comparable a un secuestro, dado que la persona debe aparecer en la audiencia o en el juicio, y entonces se la fuerza a realizar el trabajo de testimoniar. El problema no consiste solamente en las recientes leyes de inmunidad, sino en la necesidad de eliminar todo testimonio coercitivo, incluyendo la citación universal a testigos de un crimen para luego obligarlos a testificar. Por ser testigos, no hay posibilidad alguna de que sean culpables de un crimen, por lo cual el uso de la fuerza contra ellos –un uso que nadie ha cuestionado hasta el momento– tiene aun menos justificación que el testimonio coercitivo de los acusados de un crimen.

En realidad, el poder de citación debería ser abolido, porque impone la asistencia al juicio. Ni siquiera el acusado debería ser forzado a presentarse, dado que aún no ha sido condenado. Si, de hecho –según el excelente y libertario principio del derecho anglosajón–, se lo considera inocente hasta que se pruebe lo contrario, entonces las cortes no tienen el derecho de imponerle la asistencia a su juicio, dado que, como se recordará, la única excepción a la prohibición de la Decimotercera Enmienda a la servidumbre involuntaria es “salvo como castigo por un crimen por el cual la parte haya sido debidamente condenada”; y la parte acusada aún no lo ha sido. En consecuencia, lo máximo que se le debería permitir al tribunal es que notifique al demandado que será juzgado y lo invite, a él o a su abogado, a asistir; en el caso de que ellos eligieran no hacerlo, el juicio se llevaría a cabo in absentia. Entonces, por supuesto, el acusado no disfrutaría de la mejor presentación de su caso.

Tanto la Decimotercera Enmienda como el credo libertario exceptúan a los criminales condenados. El libertario cree que un criminal pierde sus derechos en la medida en que ha agredido los derechos de otro, y por lo tanto es admisible encarcelar al criminal condenado y someterlo a servidumbre involuntaria en ese grado. En el mundo libertario, sin embargo, el propósito de la privación de libertad y el castigo serían indudablemente diferentes; no habría ningún “fiscal de distrito” dispuesto a probar un caso en nombre de una “sociedad” inexistente, y que luego castiga al criminal también en nombre de esa “sociedad”. En ese mundo, el fiscal siempre representaría a la víctima individual, y el castigo exigido redundaría en beneficio de ella. Así, un enfoque crucial del castigo es obligar al criminal a reembolsar, a restituir, a la víctima. En la época de la colonia, existía en los Estados Unidos una práctica semejante. En lugar de encarcelar, por ejemplo, a un hombre que había robado a un granjero en el distrito, se lo obligaba por contrato a trabajar para el granjero hasta que su deuda fuera pagada; de hecho, se lo “esclavizaba” durante un período determinado. En realidad, en la Edad Media la restitución a la víctima era el concepto dominante del castigo; pero a medida que el Estado se fue tornando más poderoso, las autoridades gubernamentales –los reyes y los barones– interfirieron cada vez más en el proceso de compensación, confiscando partes cada vez mayores de la propiedad del criminal en su propio beneficio y haciendo caso omiso de los derechos de la víctima. Más adelante, se dejó de poner el énfasis sobre la restitución y se comenzó a castigar crímenes abstractos “cometidos contra el Estado”, con lo cual las penalidades impuestas al malhechor se hicieron más severas.

El profesor Schafer escribe: “A medida que el Estado fue monopolizando la institución del castigo, también los derechos del perjudicado se fueron separando lentamente del derecho penal”. O, según las palabras de William Tallack, criminalista de fines del siglo xix: “La violenta codicia de los barones feudales y de los poderes eclesiásticos medievales fue el motivo principal de la gradual violación de los derechos de la parte agraviada; finalmente, fueron expropiados en gran medida por estas autoridades, que exigieron, de hecho, una doble venganza contra el ofensor, decomisando su propiedad para su propio beneficio en lugar de hacerlo para la víctima, y luego castigándolo mediante el calabozo, la tortura, la hoguera o la horca. Pero la víctima básica del agravio fue prácticamente ignorada”.[7]

De todos modos, si bien el libertario no se opone a las cárceles per se, sí repudia varias prácticas comunes al actual sistema judicial y penal. Una de ellas es el prolongado período de prisión impuesto al acusado mientras espera el juicio. El derecho constitucional a un “juicio rápido” no es algo arbitrario, sino un modo de disminuir la extensión de la servidumbre involuntaria antes de la condena por un crimen. En realidad, excepto en aquellos casos en los que el criminal ha sido atrapado in fraganti, y donde por lo tanto existe una presunción cierta de culpabilidad, es imposible justificar cualquier encarcelamiento antes del fallo condenatorio, y mucho menos antes del juicio. Y aun cuando alguien es atrapado en el momento de cometer un crimen, debe instituirse una importante reforma para que el sistema sea honesto: la policía y otras autoridades tienen que someterse a la ley, como los demás ciudadanos. Tal como veremos más adelante, si supuestamente a todos nos rige una misma legislación, al exceptuar de ella a las autoridades se les da una licencia legal para cometer permanentes agresiones. El agente de policía que detiene a un criminal y lo arresta, así como las autoridades judiciales y penales que lo encarcelan antes del juicio y la condena –todos deberían ser sometidos a la ley universal–. En resumen, si se ha cometido un error y el acusado resulta ser inocente, entonces las autoridades deberían sufrir el mismo castigo que cualquier otro que secuestra y priva de su libertad a un hombre inocente. La inmunidad en la persecución de su objetivo no debería servirles de mayor excusa que la que tuvo el teniente Galley por cometer las atrocidades de My Lai durante la guerra de Vietnam.[8]

La concesión de una fianza es un tibio intento de solucionar el problema de encarcelar antes del juicio, pero, como es obvio, se trata de una práctica discriminatoria contra los pobres. La discriminación persiste aun a pesar de que el aumento del negocio de préstamos para fianzas ha permitido a muchas más personas acceder a ellas. La refutación de que los tribunales no dan abasto, y por ende no pueden garantizar un juicio rápido, no constituye una defensa del sistema; por el contrario, esta ineficiencia estructural es un argumento excelente para la abolición de las cortes gubernamentales.

Además, la fijación de la fianza está arbitrariamente en manos del juez, quien tiene un poder excesivo y poco controlado para encarcelar a las personas antes de que sean condenadas. Esto es especialmente amenazador en el caso de las citaciones por desacato al tribunal, precisamente debido a ese poder casi ilimitado, porque el juez mismo actúa en estos casos como fiscal, juez y jurado, acusando, “condenando” y sentenciando al culpable en un procedimiento completamente violatorio de las reglas normales de evidencia y juicio, y del principio legal fundamental de que nadie puede ser juez de su propia causa.

Por último, hay otra piedra angular del sistema judicial que ha perdurado inexplicablemente indiscutida, incluso por los libertarios, durante demasiado tiempo, y es la obligación compulsiva de actuar como jurado. Hay poca diferencia de clase, aunque obviamente existe una gran diferencia de grado, entre el deber de ser miembro de un jurado y el servicio militar obligatorio; ambos servicios constituyen formas de esclavitud, ambos obligan al individuo a realizar tareas en nombre del Estado y por mandato de éste, y ambos reciben una retribución semejante a la de los esclavos. La escasez de personas que se alistan voluntariamente en el ejército está en función de una paga mucho menor que el salario de mercado; algo similar ocurre con el pago de un jurado, tan bajo que, si se tratara de un servicio voluntario, muy pocos se presentarían. Además, a los jurados no sólo se los obliga a asistir y servir en los juicios, sino que a veces se los encierra durante varias semanas y se les prohíbe leer los diarios. ¿Qué es esto sino una prisión y una servidumbre involuntaria para personas que no son criminales?

Podría objetarse que el servicio de jurado es una función cívica de gran importancia y que asegura al demandado un juicio justo que podría no obtener por parte del juez, en especial porque éste forma parte del sistema estatal y, por ende, es posible que esté a favor de la postura del fiscal. Esto es muy cierto, pero precisamente porque se trata de un servicio tan vital, es fundamental que sea realizado de buen grado y por voluntad propia. ¿O acaso hemos olvidado que el trabajo libre es más dichoso y eficiente que el esclavo? La abolición de la esclavitud del jurado debería ser un punto esencial en cualquier plataforma libertaria. A los jueces y a los abogados de ambas partes no se los recluta; tampoco se debería reclutar a los jurados.

Quizá no sea una coincidencia el hecho de que, en los Estados Unidos, los abogados están eximidos en todas partes del servicio de jurado. Dado que los que escriben las leyes son casi siempre abogados, ¿estamos viendo cómo funcionan una legislación de clase y un privilegio de clase?

La Internación Compulsiva

Una de las más vergonzosas formas de servidumbre involuntaria en nuestra sociedad es la extendida práctica de la reclusión compulsiva, o internación involuntaria, de los pacientes mentales. Para las generaciones que nos precedieron, este encarcelamiento de personas no criminales era una medida destinada a excluir a los pacientes mentales de la sociedad. El liberalismo del siglo xx ha sido superficialmente más humanitario, pero de hecho más insidioso: ahora los médicos y los psiquiatras ayudan a encarcelar a estos infortunados “por su propio bien”. La retórica humanitaria ha hecho que la práctica fuera mucho más extendida y, obviamente, ha permitido que los parientes de estos enfermos, ansiosos por librarse de ellos, los hicieran recluir sin remordimiento alguno. En la última década, el Dr. Thomas S. Szasz, psiquiatra y psicoanalista libertario, llevó a cabo una cruzada unipersonal contra la internación compulsiva que al principio parecía ser una causa perdida, pero que ahora está adquiriendo influencia en el ámbito de la psiquiatría. En numerosos libros y artículos, el Dr. Szasz llevó a cabo un ataque amplio y sistemático contra esta práctica. Insistió, por ejemplo, en que la internación compulsiva es una profunda violación de la ética médica. En lugar de servir al paciente, el médico se pone aquí al servicio de otros –la familia, el Estado–, actuando de manera tiránica en contra de la persona a la que supuestamente debería ayudar. La internación y la “terapia” compulsivas, además, tienen mayor probabilidad de agravar y perpetuar la “enfermedad mental”, en lugar de curarla. Con demasiada frecuencia, destaca Szasz, la hospitalización es un mecanismo de encarcelamiento, y por ende destinado a deshacerse de parientes molestos, en lugar de ser una genuina ayuda para el paciente.

La lógica en que se basa la internación compulsiva es que el paciente bien puede ser “peligroso para sí mismo y para otros”. La primera falla grave de esta postura es que la policía, o la ley, toman parte, no cuando está sucediendo un acto abiertamente agresivo, sino porque alguien juzga que algún día podría ocurrir un acto semejante. Pero esto deja el camino expedito a la tiranía ilimitada. Cualquiera podría ser considerado capaz de cometer un crimen algún día y sobre esa base, por lo tanto, cualquiera podría ser encerrado legalmente –no por haber cometido un crimen sino porque alguien piensa que podría cometerlo–. Esta clase de pensamiento justifica no sólo la encarcelación, sino la encarcelación permanente, de cualquiera que esté bajo sospecha. Pero el credo libertario fundamental sostiene que todas las personas son capaces de tener libre albedrío y libre elección; que nadie, por expuesto que esté a cometer un crimen en el futuro sobre la base de un juicio estadístico o de cualquier otra clase, está inevitablemente predeterminado para hacerlo; y que, de todos modos, es un acto inmoral, y en sí mismo violatorio y criminal, coaccionar a alguien que no es un delincuente ostensible y real, sino a lo sumo un sospechoso.

Recientemente se le preguntó al Dr. Szasz: “Pero ¿por qué piensa usted que la sociedad no tiene el derecho y el deber de cuidar a aquellos individuos a quienes se juzga ‘peligrosos para sí mismos y para otros’?” Szasz respondió con total coherencia:

Considero que la idea de “ayudar” a la gente encarcelándola y haciéndole sufrir cosas terribles es un concepto religioso, como alguna vez lo fue la idea de “salvar” a las brujas torturándolas y quemándolas en la hoguera. En lo que respecta a la “peligrosidad hacia el ser”, creo, al igual que John Stuart Mill, que el cuerpo y el alma de un hombre son suyos, no del Estado. Y aun más, que cada individuo tiene el “derecho”, por así decirlo, de hacer con su cuerpo lo que le plazca, en tanto y en cuanto no lastime a nadie más o infrinja el derecho de otros.

En cuanto a la “peligrosidad hacia otros”, la mayoría de los psiquiatras que trabajan con pacientes internados admitirían que esto es pura fantasía… De hecho, hay estudios estadísticos que demuestran que los pacientes mentales son mucho más respetuosos de la ley que la población normal.

Bruce Ennis, jurista especializado en libertades civiles, agrega:

Sabemos que el 85% de todos los ex convictos cometerán más crímenes en el futuro y que los que residen en guetos y los varones adolescentes son mucho más propensos a delinquir que el promedio de la población. También sabemos, por estudios recientes, que los pacientes mentales son estadísticamente menos peligrosos que el hombre promedio. De modo que si lo que verdaderamente nos preocupa es el peligro, ¿por qué no encerramos primero a todos los ex convictos, luego a todos los que residen en guetos, y después a todos los varones adolescentes? […]. La pregunta que formula Szasz es: Si una persona no ha violado una ley, ¿qué derecho tiene la sociedad para encerrarla?[9]

A las personas internadas en contra de su voluntad se las puede dividir en dos clases: aquellas que no cometieron ningún crimen y las que sí lo hicieron. En cuanto a las primeras, el libertario exige su liberación incondicional. Pero, ¿qué pasa con las otras, con los criminales que, debido a la locura y con otros pretextos, supuestamente escapan a la “brutalidad” del castigo en prisión y reciben en cambio atención médica por parte del Estado? También en este caso el Dr. Szasz dirigió una vigorosa y devastadora crítica al despotismo del “humanismo” populista socialdemócrata. Primero, es ridículo aducir que el confinamiento en un hospital psiquiátrico estatal es de alguna manera “más humano” que el encarcelamiento en una prisión. Por el contrario, es probable que el despotismo de las autoridades sea mayor y el preso tenga menos recursos para hacer valer sus derechos, dado que, como alguien considerado “enfermo mental”, es categorizado como “no persona”, y nadie se siente en la obligación de tomarlo en serio. Tal como lo ha manifestado jocosamente el Dr. Szasz: “¡Estar encerrado en un hospital psiquiátrico estatal enloquecería a cualquiera!”

Pero además, debemos cuestionar todo el concepto de excluir a alguien de la regla de la ley objetiva. Es probable que esto sea más perjudicial que beneficioso para las personas así singularizadas. Supongamos, por ejemplo, que dos hombres, A y B, cometen robos equivalentes, y que la pena usual para ese delito es de cinco años de prisión. Supongamos que B “se libra” de este castigo por ser declarado insano, y es transferido a un instituto psiquiátrico estatal. Los socialdemócratas se basan, por ejemplo, en la posibilidad de que B pueda ser liberado en dos años por el psiquiatra estatal al ser considerado “curado” o “rehabilitado”. Pero ¿y si el psiquiatra nunca lo considera curado, o lo hace sólo luego de mucho tiempo? Entonces B, por un simple robo, podría enfrentar el horror del confinamiento perpetuo en una institución psiquiátrica. De ahí que el concepto “humanista socialdemócrata” de sentencia indeterminada –a saber, de sentenciar a alguien no por su crimen objetivo sino por el juicio que el Estado realiza de su psique o su espíritu de cooperación– constituye una de las peores formas de tiranía y deshumanización. Es, además, una tiranía que incentiva al prisionero a mentir con el fin de engañar al psiquiatra del Estado –a quien percibe muy correctamente como su enemigo– para que piense que está “curado”, y así poder salir de su prisión. Llamar “terapia” o “rehabilitación” a este proceso significa una burla cruel hacia esos conceptos. Es mucho más correcto, y también más verdaderamente humano, tratar a todos los presos según la ley penal objetiva.

[1] Existe una excepción: el castigo a los criminales que han agredido o esclavizado a sus víctimas. En un sistema libertario ese castigo implicaría al menos forzar al criminal a trabajar para restituir a su víctima.

[2] Significativamente, la única excepción dela Decimotercera Enmienda es el castigo a criminales convictos mencionado en la nota anterior: “Ni la esclavitud ni la servidumbre involuntaria, salvo como castigo de un crimen por el cual la parte haya sido debidamente condenada, existirán dentro de los Estados Unidos, o en cualquier lugar sujeto a su jurisdicción”.

[3] Cf. Miller III, James C. (ed.) Why the Draft? Baltimore, Penguin Books, 1968.

[4] Ekirch, Arthur A., Jr. The Civilian and the Military. Nueva York, Oxford University Press, 1956, p. 28. En Taylor of Caroline, John [1814], An Inquiry into the Principles and Policy of the Government of the United States (rep. New Haven, Yale University Press, 1950, pp. 175 ss), puede verse un incisivo ataque de un teórico jeffersoniano hacia el ejecutivo estadounidense como comandante en jefe de las fuerzas armadas. Sobre la importante influencia de los teóricos libertarios ingleses del siglo xvii y su hostilidad hacia el ejército permanente durante la Revolución Estadounidense, véase Bailyn, Bernard. The Ideological Origins of the American Revolution. Cambridge, Harvard University Press, 1967, pp. 61-64. Véase también Higgenbotham, Don. The War of American Independence. Nueva York, Macmillan, 1971, pp. 14-16.

[5] NIRA es la sigla en inglés de National Industry Recovery Act, un paquete de recuperación de la industria nacional que sancionaba, apoyaba y en algunos casos reforzaba la alianza entre industrias. [N. del T.]

[6] Sobre el caso Kellems, véase Kellems, Vivien. Toil, Taxes and Trouble. New York, E. P. Dutton, 1952.

[7] Schafer, Stephen. Restitution to Victims of Crime. Chicago, Quadrangle Books, 1960, pp. 7-8; Tallack, William. Reparation to the Injured and the Rights of the Victims of Crime to Compensa­tion. Londres, 1900, pp. 11-12.

[8] Para una crítica hilarante sobre las inmunidades de las autoridades policiales y judiciales, véase Mencken, H. L. “The Nature of Liberty”. En: Prejudices: A Selection. Nueva York, Vintage Books, 1958, pp. 138-43.

[9] Citado en Scarf, Maggie. “Dr. Thomas Szasz… ” New York Times Magazine (3 de octubre de 1971), pp. 42, 45. Entre otros trabajos, véase Szasz, Thomas S. Law, Liberty, and Psychiatry. Nueva York, Macmillan, 1963.

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